Los padres y educadores deben mostrar a los jóvenes las trampas del amor, en las que pueden caer. Una trampa frecuente reside en confundir el amor con el placer, el fin del amor no es el placer, éste no es malo en sí, pero debe estar subordinado a bienes más altos. Dice un autor cuyo nombre no he logrado encontrar que: “El amor auténtico, el amor ideal, el amor del alma, es el que sólo desea la felicidad de la persona amada sin exigirle en pago nuestra propia felicidad”. Si el placer fuera el que llevara las riendas de nuestra vida, la afectividad se reduciría a la sensualidad.
Para no caer en la trampa del placer, los padres deberían explicar a sus hijos el profundo sentido de la sexualidad, que no conlleva la necesidad de mantener relaciones sexuales para comprenderlo, de igual forma que un cardiólogo no necesita tener un infarto para poder tratarlo. El desligar la sexualidad de la integridad de la persona, como afirma el ginecólogo Luis Chiva de Agustín, conduce a un utilitarismo o al biologicismo, lo que lleva a considerar el sexo como “una experiencia que hay que tener” o “un mero acto biológico”. Ambas consideraciones pueden causar un daño irreparable y atentan contra la dignidad de la persona.
Esta campaña contribuirá, más todavía, a la banalización del sexo, propio de una sociedad hipersexualizada. En este tipo de sociedad, el sexo se ha convertido en un aspecto prioritario que distorsiona la realidad. Si bien es cierto que las relaciones sexuales son necesarias para garantizar la supervivencia de la especie, no lo son para la existencia individual de la persona, como bien lo explica Ana de Miguel, en su libro “Neoliberalismo sexual: el mito de la libre elección”.
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