Sr. Director:
Se da en nuestro ahora, quizá de modo más llamativo que en otras épocas, una tendencia a exaltar y admirar la vida de personajes famosos que, por una u otra razón, se convierten en modelo para muchas personas, de manera particular para los jóvenes, quienes sienten oscuramente la necesidad de ver reflejado en alguien ese ideal con el que se identifican, que alguien lo encarne y lo plasme para convertir su propia vida en un fiel reflejo. Y al final, cuando ese personaje se desvanece queda todo en un fuego fatuo incapaz de prender realmente sus llamaradas.
Modelo único y digno lo es Jesucristo y es al que primeramente debemos admiración. Fue, es, hombre como nosotros que pasa por la tierra haciendo el bien. Pero no basta con una admiración externa, muchos le admiraron también durante su vida mortal y, sin embargo, esa admiración fue algo meramente externo, insuficiente y, por tanto, imperfecto que cuajó en indiferencia, e incluso fueron fácilmente incitados a pedir su crucifixión.
La verdadera admiración proviene, debe provenir, del interior de la persona, de lo más profundo de nuestro ser: del alma. Y el alma, por su propia naturaleza, tiende a Dios si no hay nada que la extorsione.
Es por eso, por lo que el culto a Dios no tiene que quedar en algo externo, en un mero cumplimiento, como si fuera una simple obligación. Si el reconocimiento interno es deficiente, la expresión externa es ficticia, una falsedad. De ahí que toda admiración requiere compromiso, voluntariedad, una admiración comprometida por convicción, no por fantasía.
Eso es lo que significa la verdadera admiración y devoción a Jesucristo: un culto que comprenda las veinticuatro horas del día, aunque en algunos momentos de ese día exista una expresión más manifiesta que colme el ansia del alma, de una proximidad más íntima como la Oración o la Comunión.
|