Marienbad. Un hospital militar en Alemania, vigilado a la entrada por dos soldados norteamericanos. En su interior, en una de las habitaciones desconchadas y repletas de convalecientes, hay un joven de 17 años con una herida causada por la metralla de una granada. Suficiente para haber sido retirado del punto neurálgico de la batalla. De una zanja, fecunda de barro y muertos, y al aire libre, donde el único pensamiento existente de entre el sopor era cómo seguir sobreviviendo. Escapar a esa mezcla enfermiza de hambre y de horror, de miedo y de angustia, más cercana a la idea purulenta de la guerra en Remarque que al infantilismo glorificador de Jünger.
Es concretamente el 8 de mayo de 1945, día de la capitulación incondicional del III Reich, y aquel joven asombrado y titubeante aún comienza a descifrar la verdad del engaño. A despojarse de la ignorancia y los dogmas, de aquella fascinación por lo fantástico y lo maravilloso, del orgullo soberbio de un uniforme tejido con las telas de la mentira, de una juventud hitleriana y una formación premilitar dirigida desde el efecto embaucador de la propaganda. Ahora, con la sinceridad hiriente que produce la derrota y la humillación de descubrir que aquella gloria era falsa, empieza a ver el rostro de la atrocidad y del espanto. A sentir la vergüenza en su piel de haber seguido, guiado por la falacia, causas idealistas de una bandera de cruz gamada en aspa, encubridora del reino de la locura y de la barbarie. La ferocidad satánica de un nazismo había llevado a los alemanes a cometer crueldades inimaginables, incapaces aún de resignarse y de mirar a los ojos del monstruo y a su herencia. Una infraestructura construida para un sofisticado aniquilamiento. Con campos de concentración y cámaras de gas como armas demoledoras enfocadas al exterminio. Con laboratorios y salas de disección dispuestas para el experimento con gitanos y judíos, y la búsqueda de la obtención de una raza aria, de una raza pura, y quebrar la individualidad, la naturaleza en libertad de la genética. Montones de seres humanos apilados con el grito último de la desesperación en sus caras desencajadas, los ojos abiertos y perplejos que no llegan a comprender la magnitud de ese odio, de ese racismo sanguinario e inhumano fuera de toda lógica.
Aquel joven todavía confuso por la sorpresa no era capaz de creerse ese imposible, esos documentos gráficos y esas fotografías del empeño de reeducación norteamericano, mostrando montañas de cadáveres y fosas comunes, cifras y números de una masacre sin igual. Solo cuando, en el proceso de Nuremberg, Schirach confesaba todo, un mundo edificado en el dirigismo del partido único se derrumbó, cayendo en la abyección de un vacío ya nunca jamás justificable. Porque no valen la ignorancia y el desconocimiento. El haber cerrado los ojos a lo que allí pasaba. Donde los maestros no hacían preguntas, ni los sacerdotes tampoco, porque nadie quería saber más de lo que ya sabía de todos modos.
Por eso, la ignorancia no equivale al perdón y al olvido, ya que una cicatriz será precisa que quede abierta como un agujero en la conciencia. Como el sonido perpetuo del tambor de aquel niño que se negó a crecer, a entrar en el mundo de los mayores, y que ahora se niega a pasar una página de la historia manchada por el genocidio. Porque ese sonido ininterrumpido es la voz de la denuncia y del recuerdo. La vigilia que impide caer en el sueño. La vigilancia de la desmemoria, para evitar así que esa sociedad pueda resbalar de nuevo hacia la catástrofe. Para que salte como un resorte ante el menor indicio de un olor a podrido y que no vuelva a repetirse nunca una «noche de cristal» ningún noviembre de 1938 en la ciudad de Dánzig, en la ciudad natal de Günter Grass, donde las llamas prendían como un preludio del terror, la sinagoga del barrio de Langfuhr. Con la contemplación burlesca, ante los lloros y las súplicas de los miembros de la SA y las juventudes hitlerianas, absortos por la fascinación que se desprende del mal.
Por eso, para que no ocurra jamás como en el grabado de Goya, donde la razón se adormece y germinan del abismo animales nocturnos y bestias amparadas en la oscuridad, aquel joven, ahora desnudo por la verdad y la conciencia, abogará por estar siempre alerta, dando la voz de alarma con su literatura al menor amago, al más leve indicio de abuso. Pues, como él mismo ha dicho,«nosotros, hijos escarmentados de una época en la que la razón se echó a dormir y durante su sueño nació un monstruo llamado fascismo, exigimos que esta esté siempre despierta». Desde entonces Günter Grass agitará la bandera del remordimiento y la protesta con su implícito sentido patético de lo incurable, hasta el punto de rechazar, por miedo a que vuelva a engendrarse, ese monstruo alemán, esa reunificación basada en una megalomanía saturada de complejos de inferioridad. Mantendrá el interés de sustentar el estado democrático y despreciar cualquier totalitarismo, porque, aunque hayan pasado las generaciones, el peso del pasado, del periodo nazi, está ahí, con las fauces llenas de espuma y de rabia, contenida por el bozal del pánico, y alimentado a su vez por un susurro que reza que «aunque el hijo bastardo haya muerto, la perra sigue en celo».
El escritor alemán Günter Grass celebra con su mujer la concesión del Nobel 1999. Imagen: Europa Press
Günter Grass, gracias a su literatura, al sonido perenne de un tambor que retumba con el peso del plomo en la mente, grabará por siempre el frío y el silencio, los muros inolvidables de Auschwitz, que como un impacto en la memoria nos hará tener presente la posibilidad horrenda de repetición de aquel sangriento holocausto.
|