Juzgo que, a bastantes ciudadanos, se nos va quedando cara de distopía, ataviada, en el caso de algunos, con cierto efecto de parálisis del buen juicio. Desea uno evitar la paranoia propia de los adictos a la conspiración (calificativo demasiado vago, que alude a planteamientos muy diferentes en verosimilitud e intensidad), pero la realidad se presenta, en estos tiempos, bastante espinosa para quien pretenda encararla mediante el análisis racional. La consecuencia es una especie de temor difuso, o de miedo en el cuerpo, por caracterizarlo de manera más precisa. Semejante pavor empezó a insinuarse hace ya tiempo, de manera leve, pero experimentó un punto de inflexión a partir de la pandemia, cuando los amos de la pelota con la que jugamos el partido se despojaron, sin rubor, de la careta.
Bien es verdad que, para sortear dicha impresión, se podría ignorar lo que se percibe, o no mirar donde la cosa se pone fea, simulando habitar una normalidad que no lo es, desposeyéndola para ello de los detalles escabrosos. El problema es que son demasiados. Ni siquiera sirve ya aquello del nominalismo, es decir, lo de entronizar a la solución más sencilla, porque no parece que la encontremos, y la que hallamos nos conduce a conclusiones bastante sombrías. Lo peor es que no se advierte que la tormenta pueda remitir.
¿Qué actitud tomamos ante ello? Lo más común es cavilar, o fabular, que residimos, como sujetos políticos, en una supuesta democracia parlamentaria, caracterizada por la división de poderes, el sufragio y la soberanía popular. No cuesta nada si se prescinde de los aludidos detalles (sin ellos todo es posible) y se recibe la información de los medios de comunicación idóneos. Pero, claro, quien sea dado a elucubrar y escrutar, y tenga asimismo propensión hacia las abogacías del diablo, tenderá a no conformarse.
Por mucho que miremos con vista gorda y actitud camaleónica, las cosas son lo que son, o sea, lo que aparentan; no es alucinación, pues, lo que nos lleva a la sensación de distopía. Ya sé que se suele diferenciar entre la misma y la utopía, constituyendo está última un objetivo ideal cercano a la perfección, aunque son, en realidad, la misma cosa, y se podría afirmar que la primera, esto es, la distopía, se define como una utopía presentada con realismo, que muestra su verdadera cara al margen de ensueños manipuladores. Tal vez esa confusión explique la aparente pasividad que se percibe. El quid de la cuestión radica, o eso creo, en que dejemos de catalogar los ataques a nuestra libertad mediante el criterio que distingue entre una supuesta finalidad benéfica, es decir, protectora, y una finalidad perjudicial; dudemos siempre de que las cosas se hagan por nuestro bien para no quedar atrapados en la telaraña de nuestra perdición.
Por supuesto, conocemos que la vida siempre sigue, así en la guerra como en las revoluciones o los golpes de Estado. Ello no evita que los hechos sucedan, para bien y para mal, aunque no tiemble la tierra ni surjan signos en el cielo. Es por eso por lo que no siempre advertimos la gravedad o trascendencia de lo que ocurre. Nos vamos cociendo, o nos cuecen, de manera progresiva, como se aconsejaba para cocinar a las ranas, partiendo del agua fría. Y creo que es lo que ahora está ocurriendo. Que una parte de nuestros congéneres, o compatriotas, si nos centramos en la escala más próxima, no lo entrevean, o no deseen hacerlo, no supone que la realidad de lo que pasa quede anulada. Sin embargo, nos instalamos en el “nunca pasa nada”, cerrando los ojos a cualquier hecho que contradiga la aserción, y acabará regresando aquello del “no es esto, no es esto...”, que ya utilizó Ortega en otro contexto, pero que siempre vuelve. Ojalá que no lleguemos tarde.
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