La poesía es matemática, luego la poesía es ciencia. Veamos los circuitos de la mente de una mujer que ha ganado el Princesa de Asturias, comenzando con un pequeño rodeo, pero necesario.
La izquierda ha tendido, históricamente, a adoptar una postura moral, presentándose en ocasiones como la representación del “bien” en la arena política. Esta inclinación no es nueva puesto que proviene de una concepción de la política que aspira a cambiar la condición humana misma, a “redimirla” y a crear un “hombre nuevo”. Benoît Dumoulin, director del Centro Antropológico de Provenza, explora este fenómeno en un análisis reciente, donde examina de qué forma esta actitud mesiánica ha moldeado el devenir histórico y político de la izquierda en Francia.
En su origen, la izquierda se forjó a partir de la filosofía ilustrada y el ideal revolucionario, aspirando a una transformación profunda y completa de la sociedad. No se limitó a reformar instituciones sino que quiso reestructurar la esencia misma de lo social, partiendo de la premisa de que la sociedad era una construcción moldeable por la voluntad humana, una creación del contrato social más que un producto de la naturaleza. Esta idea es lo que Dumoulin identifica como una “religión laica”, en la que la política se convierte, pretende convertirse, en vehículo para salvar al hombre de sí mismo, desdeñando la naturaleza humana tal como es y proponiendo un ideal de perfección absoluta.
El sueño de erradicar el mal ha acompañado al pensamiento de izquierdas a lo largo de su historia, también al de derechas, lógicamente. A decir de Albert Camus en El hombre rebelde, este deseo de construir un paraíso en la tierra justifica los medios, aun los más atroces, siempre en pos de una felicidad futura. Pero eso no es así, sabemos que Nicolás Maquiavelo era un estratega nato pero no tenía razón, el fin no justifica los medios.
Fue Camus quien, junto a San Juan Pablo II, vislumbró cómo este mesianismo revolucionario podía degenerar en totalitarismos, se atrevieron a decirlo, pero ya se estaba viendo desde mucho antes; y así ha sido desde los comienzos del comunismo en Rusia, algo que contagió a otros países, que terminaron con dictaduras similares.
Este afán de redención política acababa creando sus propios infiernos, haciendo del “mal necesario” una justificación constante de atropellos queriendo llegar a no se sabe dónde por medio de la revolución donde todo valía; y no todo vale.
En un plano moral, la izquierda se inclina por una ética abstracta, dirigida a un “hombre ideal” que raras veces coincide con la realidad, a la vista están los acontecimientos que podemos, a diario, ver en los diarios, televisados o impresos.
Bajo la luz de un código universalista, despojado de contexto o historia, esta moralidad se impone a una sociedad diversa y concreta, olvidando que el hombre, como decía Luchini con su mordaz ironía, “tiene demasiados defectos” como para cumplir con tales ideales de perfección.
La división entre “derecha” e “izquierda” se remonta a los tiempos de la Revolución francesa, cuando los defensores del legado revolucionario se sentaron a la izquierda en la Asamblea Nacional, en tanto que los “reaccionarios” se situaron a la derecha. Desde entonces, la izquierda ha simbolizado o se han abrogado la corriente y bandera del cambio y la emancipación, mientras que la derecha ha quedado relegada, en palabras de Chesterton, a ser el “freno” de la historia, de la socialcomunista, que a veces es la de todos, intentando la derecha preservar algún sentido de continuidad y la tradición o mejor, los usos, que venían dando resultados, a unos más que a otros, la vida es así, frente a las utopías sucesivas del bando de enfrente.
En tiempos recientes, el “progreso” que antes implicaba derechos y justicia social se ha desplazado hacia la esfera cultural, buscando emancipar al individuo de cualquier herencia o límite natural.
Ahora tenemos un término “wokismo”, especie de neo-revolución cultural, que bebe de esta misma raíz y plantea una reinterpretación de la historia como una lucha de opresores y oprimidos, reeditando los discursos revolucionarios de siglos pasados en clave identitaria que, una vez en el poder, se trocaban en regímenes totalitarios. Bajo este marco, la izquierda continúa proclamándose en el lado “bueno” de la historia, mientras la derecha, que defiende un realismo más sobrio, quizás más sombrío sobre la naturaleza humana, parece limitarse a recoger las migas de ese tren utópico, utópico.
La visión de la izquierda como fuerza emancipadora sigue así, intacta, aunque, paradójicamente, con el paso del tiempo, esta “moralidad política” parece haber alcanzado su límite, pues se predica con la palabra y los hechos dicen cosas opuestas a la prédica. El hombre abstracto que pretendía construir sigue siendo, pese a todo, un hombre de carne y hueso, que no encaja en los moldes de virtudes perfectas que le dibujan desde el púlpito del bien absoluto; y así vemos a socialcomunistas predicando una cosa y dando con el mazo en pos de la contraria.
La izquierda sigue siendo el eje central que configura la vida política en Francia, -siguiendo al autor propuesto al encabezar el texto-, actuando como la custodia de la herencia republicana y decidiendo quién tiene el derecho de identificarse con ella, mientras despoja de legitimidad a quienes considera adversarios. Establece dos bando: la izquierda y todo lo que no comulgue con las ruedas de molino impuestas vienen a denominarlo fascismo, violando un término solo aplicable a la Italia de Musolini de la primera mitad del siglo XX y derivada de un término miliar: los fascios; y con ello insultando a muchos, muchos, que no tienen que ver con nada de eso.
Cualquier intento de resurgimiento de una derecha autónoma e independiente exige cuestionar el proceso de validación política establecido por la izquierda en el poder. También implica que esta derecha debe formular una doctrina con un atractivo comparable al del progresismo social, capaz de desafiar el predominio ideológico actual.
Ana Blandiana, premiada con el Princesa de Asturias de las Letras 2024, ofreció una reflexión profunda sobre todo lo que todo lo que venimos diciendo supone, sobre el vacío espiritual que ha dejado el cristianismo en el mundo actual. Su discurso, emotivo y cargado de “memoria histórica”, resonó en el Teatro Campoamor de Oviedo, donde evocó cómo la poesía salvó a muchos encarcelados en tiempos del comunismo y planteó si esa misma poesía podría ahora socorrer a una sociedad postmoderna, vaciada de los valores que una vez nutrió el cristianismo.
Blandiana es el seudónimo de Otilia Valeria Coman, nacida en 1942, hija de un sacerdote cristiano ortodoxo encarcelado por el régimen comunista, trazó un recorrido vital y literario marcado por la resistencia.
Desde niña, sufrió las consecuencias de ser considerada hija de un "enemigo del pueblo", prohibiéndosele los estudios universitarios en cuanto publicó su primer poema. Con talento y determinación, logró abrirse camino, liderando iniciativas culturales de resistencia y libertad.
Al recibir su galardón, Blandiana hizo un recorrido desde la historia de Rumanía, enclavada entre imperios y rodeada de tensiones, hasta la poética de la supervivencia: “De esa soledad de siempre, de esa conciencia de no pertenencia, nació la poesía”, explicó.
Recordó cómo en las cárceles del régimen comunista se tejió una auténtica resistencia poética: la poesía, prohibida y privada de papel y tinta, necesitaba nada menos que tres personas para sobrevivir, una de estas personas componía, otra memorizaba y la tercera era quien transmitía en código morse, como una liturgia secreta de palabras en combate.
Conmovió a los presentes al rememorar cómo se compusieron miles de poemas, pasados de celda en celda, con el empeño de prisioneros que, a la salida de las cárceles, pusieron sobre el papel estos versos sagrados. Dijo Blandiana que:
“Esta es la prueba de que, en circunstancias extremas, cuando la esencia misma del ser humano estaba en peligro, los hombres recurrían a la poesía como tabla de salvación, como última molécula de libertad”.
Y así es como trajo entonces al escenario una gran pregunta:
“Si la poesía nos salvó del miedo y el odio, ¿podría ahora salvarnos de la indiferencia, del vacío de fe y de la falta de espiritualidad?”.
Blandiana citó a André Malraux diciendo que: “El siglo XXI será religioso o no será”; y se interrogó sobre el papel de la poesía en este contexto, proponiéndola como refugio ante el materialismo que anula el espíritu.
Advirtió Blandiana de un mundo donde los robots se presentan superiores a los hombres, donde:
“Tendremos que situarnos por encima de lo que ellos no pueden entender: la obstinación por expresar lo inexpresable, el misterio irreductible del sufrimiento”.
Se detuvo Blandiana en los estragos del odio promovido por el materialismo dialéctico, recordando el impacto transformador del cristianismo en el Imperio Romano y cómo su evangelio de amor y fraternidad sostuvo a la civilización durante dos milenios. Hoy, sin embargo, tras el siglo XX, “el odio de clases, de razas, incluso de género ha tomado el relevo”, señaló ella, indicando que la poesía moderna refleja este desgarro existencial, un desequilibrio profundo entre el hombre y su humanidad.
En un tono cercano evocó a Miguel de Unamuno y su “¡Me duele España!” como ancla moral y filosófica, revestida de la matemática de la poesía, que también es ciencia y expresando su propio “me duele España, me duele Rumanía, me duele el mundo”.
Como a Confucio, “le duele el mundo”, como a cualquiera que tenga sangre en las venas, ese dolor es propio de espíritus elevados que se abominan con las prácticas materialistas que relegan al ser a un estadio inferior a un mero número, identificándolo a la vez que se obstinan en vaciarlo de contenido.
Declaró también sentirse ligada para siempre a España, donde su obra ha resonado en lengua hispana y cerró su discurso con un elogio a la monarquía, aludiendo al título de su premio, fusión misteriosa entre poesía y realeza, que -aunque incomprendidas ambas por muchos-, aportan al mundo algo de belleza y bondad sin las cuales, quizás, el mundo sería menos soportable, dijo.
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