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Ignacio Martínez de Pisón: «Toda mi vida he podido hacer lo que más deseaba: escribir. Y eso es algo que no se paga con dinero»

Entrevista al escritor aragonés, que acaba de publicar ‘Ropa de casa’ (Seix Barral)
Herme Cerezo
miércoles, 30 de octubre de 2024, 08:55 h (CET)

Comienzos de octubre. Jueves. El centro de la semana. Mañana soleada. Se avecina la hora de comer. Conversar con Ignacio Martínez de Pisón, con cuyos artículos amanezco cada lunes en la cadena SER, siempre resulta fácil. Hace diez años que lo entrevisté por primera vez y desde aquella fecha se estableció una especie de entendimiento tácito que todavía perdura. Entonces fue en un hotel. Ahora en otro. Siempre cuando visita la ciudad del Túria para presentar sus libros. El aragonés termina de publicar ‘Ropa de casa’ (Seix Barral), donde recopila sus memorias de escritor y alguna cosa más. No es ficción. Es la biografía parcelada de un trozo, extenso, de su vida. Un trabajo de este tipo siempre entraña un cierto riesgo ante el lector acostumbrado a sus ficciones. Sin embargo, ‘Ropa de casa’, literatura de la realidad y del recuerdo, se lee del tirón, se degusta con placer, el placer que permite conocer los entresijos de la forja de un escritor, sus relaciones con otros colegas y las confluencias que han contribuido a la formación de su modo narrativo. Tres ciudades enmarcan su vida: Logroño, Zaragoza y Barcelona. Cada una en una década diferente, las tres modelaron su narrativa y están presentes en ella. De una forma u otra. Estamos frente a un relato sereno y sugerente, el de una persona que siempre supo que sería escritor. Y que lo logró. Vaya que sí. Acompañados por dos botellas de agua mineral, dio comienzo nuestra charla, mientras por la plaza del Ayuntamiento de València las gentes transitaban, urgentes, en pos del yantar. Piloto rojo de la grabadora encendido. Comenzamos la conversación.


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Ignacio, ¿por qué surge ahora la necesidad de escribir unas memorias? ¿Quizá para descansar un poco de un trabajo tan copioso como ‘Castillos de fuego’?

No, en realidad tiene más que ver con la edad que con otra cosa. De alguna manera, en un momento dado, necesitas reordenar los recuerdos de tu familia y tu pasado. Si a esto le añades la circunstancia de que, mientras escribía ‘Castillos de fuego’ murió mi madre, está ya todo dicho. Lo tenía tan claro que, cuando me vine a dar cuenta, ya había efectuado averiguaciones, mirado fotografías y sentado a escribir. Algunos me preguntan por qué escribir tan pronto unas memorias. Y lo cierto es que no es pronto, es la edad. Uno de los poetas de los que hablo en el libro, Carlos Barral, publicó las suyas cuando no tenía ni cincuenta años y yo lo he hecho con sesenta y tres.


En ‘Ropa de casa’ no hay ajuste de cuentas con nadie, algo bien distinto, por ejemplo, del diario/memorias del valenciano Rafael Chirbes, con el que compartiste editorial durante un tiempo.

Sí, es que yo no tengo cuentas que ajustar. Yo lo que celebro es haber tenido la suerte de vivir un momento histórico mucho mejor que cualquier otro anterior y de considerarme un privilegiado, porque he podido dedicarme a lo que yo quería. Ahora mismo se cumplen cuarenta años de la publicación de mi primer libro y resulta que toda mi vida he podido hacer lo que más deseaba que era escribir. Y eso no se paga con dinero. Hay que dejar testimonio de que la vida también da mucha felicidad, no solo tristezas.


Mientras escribías ‘Ropa de casa’ y recordabas el pasado, ¿la memoria te ha deparado sorpresas?

Al cotejar algunos de mis recuerdos con los de mis hermanos, me di cuenta de que no recordábamos exactamente lo mismo. La memoria modifica el pasado y cada uno recuerda lo que puede. El día que murió mi padre yo tenía claro que estábamos viendo en la televisión ‘Matar a un ruiseñor’, pero mi madre decía que no, que veíamos ’Los pájaros’ de Hitchcock. Ella odiaba esa película porque la asociaba a la noche en la que se quedó viuda. Sin embargo, al morir ella, lo comprobé en una hemeroteca y vi que yo tenía razón. Y me pregunté por qué no se me ocurrió hacerlo antes y comentárselo. Lo bien cierto es que pensaba que el equivocado era yo, tal vez porque Atticus Finch, el protagonista de la película, es un padre modélico, perfecto, un abogado que defiende causas nobles. Creo que yo estaba sublimando mi condición de huérfano y la figura de mi padre, al que asociaba con Finch.


Desde el punto de vista de las relaciones afectivas y sentimentales, resultaba complicado echar raíces en cualquier lugar porque tu padre era militar y en cualquier momento os podían trasladar a otra plaza?

No, yo nací en Zaragoza, pero en aquel momento Logroño era el destino de mi padre y era la ciudad en la que vivía gran parte de la familia paterna. Cuando después lo trasladaron a Zaragoza tuvieron suerte. Ignoro por qué no lo enviaron a Melilla o a otros lugares más lejanos como sucedía con tantos otros militares. Nos tocaron dos destinos que nos convenían por familia. Recuerdo la mudanza de Logroño a Zaragoza, que para mí significó el fin de una infancia feliz. Empezaba otra época. Y fue justo un mes después de llegar a Zaragoza cuando falleció mi padre y ahí surgió una zanja que separaba dos etapas de mi vida. De todos modos, no tenía la sensación de vivir en un mundo militar. A mi padre lo vi pocas veces vestido de uniforme y, además, como no vivíamos en las casas de los militares, nos movíamos en un mundo en el que mi padre hubiera podido ser ingeniero o cualquier otra cosa. Tras su fallecimiento, no tuvimos más relación con el mundo castrense que pequeñas ventajas como la farmacia militar, el economato o aprender a esquiar en Candanchú. Ni tan siquiera el hecho de que mis padres fueran de derechas me hacía sentir diferente, porque entonces todos los padres lo eran, al menos en el medio en que yo me desenvolvía.


Tu abuelo disponía de una biblioteca y os contaba historias. ¿Podemos pensar que fue una persona decisiva para tu vocación escritora?

Mi abuelo contaba cosas que superaban la barrera del tiempo, historias de cuatro generaciones anteriores. Pensar que relataba cosas que habían tenido lugar allá por 1850 o 1860 me hacía sentir que estaba en contacto con algo trascendente. Pero tampoco es que mi abuelo fuera un intelectual. No lo recuerdo leyendo los libros de su biblioteca, que era heredada y llena de volúmenes carlistas. A quien sí recuerdo como lectora era mi abuela, algo eclipsada por la figura de su marido, que era el personaje importante de la familia. Mi abuelo imponía un poco la ensoñación del carlismo y vivía en una realidad alternativa. Él era uno de los escasos suscriptores de ‘El pensamiento navarro’, el único periódico carlista de Zaragoza y de los pocos que había en España. No quedaban carlistas, porque además el movimiento se había dividido en dos, uno de derechas y otro de izquierdas. Cuando falleció en 1975, lo primero que hizo mi abuela fue darse de baja de ese periódico y suscribirse al ‘Heraldo de Aragón’, lo que significaba volver a la realidad.


Tu madre quería que estudiaras derecho, tú optaste por estudiar filología y por la literatura. Pero ella siempre estuvo detrás de ti de alguna manera. Para un joven como eras tú entonces, contar con su apoyo fue importante?

Daba mucha tranquilidad y es verdad que si lo necesitaba, ella me ayudaba. Pero te diré también que de joven no piensas en el dinero, no te preocupa. Tuve la suerte de que, a la hora de la verdad, siempre estuvo mi mujer, que aprobó unas oposiciones de profesora y, si a mí me faltaba dinero, ella tenía. Acabo de decir que no le concedía importancia a la seguridad económica, si no hubiera sido así no me habría ido del instituto donde empecé a trabajar tras publicar mi primer libro en Anagrama. Yo desobedecía los consejos de mi madre, como mis hijos han desobedecido los míos después, dados con el mismo afán protector que ella mostraba hacia mí. Fueron decisiones que tomé en su momento y en las que yo tuve la suerte de acertar. Si no lo hubiera hecho, tal vez, hubiera sido profesor hasta el final, me hubiera convertido en un escritor de fin de semana, que al final no termina de desarrollar su carrera literaria y no hubiera tenido tiempo de escribir las novelas que he publicado.


La narración la ubicas en tres ciudades: Logroño-Zaragoza-Barcelona. Las tres coinciden con tres etapas decisivas de tu vida. Define lo que cada una de ellas significa para ti en pocas palabras.

Cada ciudad era un paso adelante en el tiempo. Logroño era una ciudad inmóvil, en la que se seguían manteniendo formas de vida de cincuenta años atrás. Zaragoza era más moderna y parecía que entrabas un poquito en la contemporaneidad. Barcelona representaba la modernidad absoluta, aunque quizá entonces estaba comenzando a no ser tan avanzada. Corrían los años ochenta, España había cambiado. Estábamos en democracia.


A lo largo de tu vida has consolidado amistades literarias muy interesantes. Por hablar sólo de unos cuantos, en ‘Ropa de casa’ citas a Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Javier Tomeo, Cristina Fernández Cubas, Bernardo Atxaga... Dejando a un lado los primeros acercamientos, el deslumbramiento por el escritor consagrado, que luego es lo que es, para alguien que se dedica al oficio de escribir es importante departir con otros colegas?

Estoy convencido de que sí. Relacionarte con otros escritores te hace más escritor. Mi primer contacto con gente que sabía de libros, que tenía una sensibilidad especial y que eran buenos lectores, se da durante mis cinco años de carrera en la universidad de Zaragoza. Por el simple trato con ellos me parecía que me estaban contagiando algo. Era como un covid, pero un covid bueno que te transmite curiosidad, interés, necesidad, vocación… Cuando empecé a conocer escritores de primerísima fila, que entonces todavía no lo eran, me daba cuenta de que yo me enriquecía, que me nutría no sólo de sus libros, sino también de lo que decían. Me encontraba en una etapa de formación, de aprendizaje, en la que yo era una persona muy permeable. Ahora aprendo cosas, pero entonces aprendía mucho más, porque tenía lagunas y aún no había leído los libros que había que leer. Sin todos estos escritores yo no sería el mismo. Sería mucho peor. Sin duda.


La relación con Javier Marías, por lo leído en el libro, te resultó especialmente beneficiosa.

Mi relación con Javier Marías, que murió mientras escribía este libro, no podía dejar de contarla. Precisamente su muerte me hizo releer las cartas suyas que guardaba y me di cuenta de que habíamos tenido una amistad epistolar, y personal, muy generosa porque me había adoptado como una especie de discípulo y me dio una serie de consejos muy valiosos. Él se tomó mucha molestia en leer mis libros y comentármelos. Su generosidad llegó al punto de ofrecerme trabajo en una universidad británica, en Oxford, la misma plaza de lector que él había ocupado allí.


En el plano personal, Marías y Atxaga representan dos polos opuestos, no?

Sí, pero precisamente por eso me interesaban más. Tener amigos opuestos te permite ampliar mucho el horizonte. En el caso de Atxaga cuento que me llamaba la atención su valentía en un momento tan delicado como entonces en el País Vasco. Él tenía una vocación de compromiso que a otros no se nos exigía, porque no vivíamos en las mismas circunstancias que él. En algunos casos, un escritor ha de convertirse en portavoz de algo más que de sí mismo, que es lo ideal en una situación normalizada. Bernardo tuvo el coraje de asumir ese algo más durante los años ochenta y noventa: la decencia de criticar los crímenes de ETA, pero también los abusos policiales, las torturas o el terrorismo de estado.


Con Félix Romeo, del que también hablas en ‘Ropa de casa’, me une una cierta relación literaria post mortem. Lo descubrí gracias a una recomendación de Sergio del Molino. ¿Cómo era Félix?

Félix era un torrente, una fuerza de la naturaleza, algo impresionante. Un tío que murió a los cuarenta y tres años, de golpe. Yo era ocho años mayor y lo conocí cuando ya había publicado tres libros y él comenzaba con artículos y reseñas. Al principio le trataba como hay que tratar a los chavales que quieren aprender. Pero enseguida me di cuenta de que quien tenía que aprender de él era yo. La suya era una cabeza absolutamente extraordinaria, por lo que leía, por lo que pensaba, por su manera de adelantarse a la realidad. Félix era capaz de prever cosas que los demás no veíamos. Dormía poco y, quizá por eso, leía y pensaba tanto… Si existe la categoría de genio ese es él, pero ocurrió que luego no tuvo tiempo de desarrollar toda su obra. Pero aún así creo que ‘Amarillo’ es un libro maravilloso y ‘Dibujos animados’ una primera obra estupenda. Dejó un título póstumo, ‘Noche de los enamorados’, sobre su experiencia en la cárcel. A veces, Félix se cuela en mis sueños. Me produce mucha pena su muerte, tanto por lo amigo mío que era como por el hecho de que dejó una carrera literaria a medio camino.


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En la página 100 dedicas estas palabras a tu mujer: «A su lado experimentaba una sensación de plenitud que me resultaba desconocida». No se puede decir algo más bello a la persona amada en prosa, ¿no crees?

Sí, yo creo eso, pero mi mujer lo ha olvidado muy pronto [risas]. Y le digo: «Deberías encargar una lápida y grabarlo para acordarte de las cosas tan bonitas que he dicho de ti». Cuando te quedas prendado de una mujer, piensas que no es que sea guapa o dulce, sino que es la Dulzura, la Belleza… Las demás mujeres han de parecerse a ella para tener algo de su encanto. Es igual que cuando nació mi hijo, otra de esas experiencias que tenemos los seres humanos a lo largo de nuestra vida. No sabemos muy bien cómo funciona un hijo, no hay tutoriales. De repente, te tropiezas con responsabilidades, miedos… Hay cosas de mi vida privada en las que espero que algunos lectores se puedan ver reflejados y reconocerse.


Llevas 30 años practicando el billar francés. Te gusta viajar, participar en tertulias literarias, tomar copas y cenar en Barcelona, en Madrid o en Zaragoza… Y me asalta una duda: ¿cuándo escribe Ignacio Martínez de Pisón?

[Risas] Mira, si hubiera sido profesor no hubiera tenido tanto tiempo para hacerlo, pero como soy escritor dispongo de veinticuatro horas al día para leer y escribir. Y a veces me tengo que frenar. ¿Por qué crees que hago los libros tan gordos? Pues porque no puedo publicar un título cada año. Por eso dejo pasar tres años entre libro y libro y acabo sacando ‘Castillos de fuego’, que tiene setecientas u ochocientas páginas.


El fútbol también te interesa: Logroñés, Zaragoza, Barcelona, ¿de qué equipo eres?

Tengo una cierta fidelidad al Logroñés por haber vivido en Logroño de pequeño, pero mi equipo es el Zaragoza y, además, luego se reconfirmó mi inclinación cuando me enamoré de mi chica, cuyo padre había sido jugador y entrenador del Zaragoza, con lo cual rezumo zaragocismo por todos lados. Hasta un perro que tuvimos era hijo de un perro del mítico Marcelino, delantero del Zaragoza, que lo compró después de jugar un partido contra el Rangers.


Marcelino, el héroe nacional.

El héroe nacional, sí, porque hace sesenta años marcó el gol de la victoria sobre Rusia y se celebró con tanta intensidad que parecía que habíamos ganado la Guerra de la Independencia.


Acabamos por hoy: Ignacio, ¿en qué trabajas ahora?

Estoy pensando una novela, pero mientras empiezo a hacer pruebas, trato de escribir un texto pequeño sobre Galdós. Estoy leyendo libros ya leídos, junto con otros nuevos. Pero su obra, más de cien títulos, es muy extensa, y poder decir que los he leído todos me ocupa mucho tiempo. 

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