Como un hecho inexorable, los humanos reproducimos una y otra vez las mismas conversaciones en distintas épocas del año, como si fuéramos diferentes actores interpretando la misma obra, que no es otra que la de la vida. Que si las luces de Navidad, que si ya refresca, que si cuanto calor, que si las rebajas, que qué caro está todo y, como estas conversaciones son siempre de temporada, ahora toca hablar de Halloween y de qué absurdo es esto del “trato o truco” cuando “de toda la vida de Dios” aquí se ha celebrado el día de todos los santos y que estas costumbres norteamericanas son modas que no deberíamos permitir, que se pierden las tradiciones y que adónde vamos a ir a parar.
De este tipo de razonamiento me llama mucho la atención que no se repare en que toda tradición tiene un origen, un momento en el que se realiza por primera vez y que, poco a poco, y sin saber muy bien por qué, va calando entre la sociedad y acaba imponiéndose y asentándose. Y nunca se logra de la noche a la mañana. A pesar de que nos pueda parecer inmediato, es un goteo continuo que termina interiorizándose y percibiéndose como si siempre hubiera estado ahí, como si las calabazas fueran atrezo inseparable de nuestro mundo y los disfraces terroríficos fueran inherentes a este 1 de noviembre. Los humanos somos seres de costumbres y estamos ya más que habituados a esta (ya no tan) nueva manera de celebrar estas fechas. Deberíamos empezar a aceptarlo.
Por eso, aquellos que se criaron con otras tradiciones o ven una pérdida de identidad en lo que el mundo anglosajón nos ha aportado olvidan que, en el fondo, la vida sigue su curso sin más, que las modas imperan de un siglo a otro y que lo único que se hace desde tiempo inmemorial es cambiar el nombre a las festividades, todas ellas asociadas normalmente a los ciclos del año y todas ellas vinculadas con momentos donde nuestros ancestros conmemoraban que seguían vivos y que la Tierra les otorgaba otra oportunidad.
Lo irónico de todo esto es que lo que se critica, Halloween –que es la contracción de la expresión inglesa All Halloow’s Eve, que significa “víspera del Día de Todos los Santos”–, es un bumerang que los europeos llevaron a Norteamérica en el XIX y que ha regresado transformado, pero con la misma esencia: celebración de que seguimos aquí y nos acordamos de los que ya no.
Cuando dicen “de toda la vida de Dios” no van mal encaminados, porque, si bien ellos quieren expresar que es desde siempre, realmente se celebra desde que en el siglo IX el papa Gregorio III decidiera trasladar la conmemoración de todos los santos al 1 de noviembre, fecha en la que estaba establecida una fiesta pagana que anticipaba elfin del buen tiempo, que era el año nuevo para los celtas asociado al acortamiento de la luz solar, la ampliación de la oscuridad y, por ende, la llegada de los espíritus. De esta manera, modificaron, poco a poco, la percepción de lo celebrado y lograron que, sin dejar de festejar, se acabara interiorizando el día de todos los santos.
Del mismo modo que Dios no ha estado siempre como concepto entre los hombres, el día de todos los santos tampoco. Y se tiene ya una edad para saber que la única constante es que, como bien nos recordaba Heráclito o, en forma de canción, Mercedes Sosa, todo cambia, y esa sí que es una certeza “de toda la vida de Dios”.
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