Henrietta Swan Leavitt nace en Lancaster el 4 de julio de 1868 y moría en Cambridge un 12 de diciembre de 1921. Fue una astrónoma que cambió la forma de observar el universo por su descubrimiento sobre la luminosidad de las estrellas. Se había graduado a los 24 años en lo que hoy se conoce como el Radcliffe College, una universidad para mujeres asociada a Harvard. Justo después sufre una enfermedad que le produce profunda sordera y cuando se recupera empieza a trabajar como voluntaria en el Observatorio del Harvard College.
Henrietta Swan Leavitt fue una de esas figuras que cambiaron el rumbo de la ciencia desde las sombras, sin aspavientos ni reflectores. Era 1893 y las llamadas "Computadoras de Harvard", un grupo de mujeres que trabajaban con sueldos de miseria en el observatorio de la universidad, llevaban a cabo el trabajo que los hombres se negaban a realizar: cálculos minuciosos, tediosos, la parte "sin gloria" de la astronomía. Realizaban tareas mecánicas de examen meticuloso de placas fotográficas o estos mencionados cálculos de donde les vino tal denominación como computadoras de Harvard.
Edward Pickering, el director del observatorio, había decidido encomendarles estas tareas porque no podían tocar los telescopios, prohibidos para ellas. Así que el trabajo de medir y calcular la magnitud y la luminosidad de las estrellas recayó en estas mujeres, quienes, irónicamente, terminarían cambiando la historia de la astronomía.
Se conoce el salario que recibía trabajando a tiempo completo trabajaba seis días a la semana, siete horas al día, por 25 centavos/hora, un trabajo poco reconocido y valorado siendo siempre el mérito para los supervisores (hombres), así que el trabajo quedaba eclipsado siendo atribuido a superiores jerárquicos como Edward Pickering que fue un astrónomo y cuarto director del Observatorio de Harvard siendo hermano de William Henry Pickering (1858-1935) también astrónomo; y Edwin Hubble el más importantes astrónomos estadounidenses en el siglo XX, siendo famoso principalmente por la demostraciín en 1929 de la expansión del universo midiendo el corrimiento al rojo de galaxias distantes lo que concluyó a partir de las teorías de Georges Lemaître. Hubble está considerado como el padre de la cosmología observacional pero sus biógrafos coinciden en que era poco dado al trabajo en equipo.
Leavitt pronto se granjeó muy buena reputación en el observatorio, entre el personal cualificado; Margaret Hardwood la describe como "la mejor mente del observatorio".
Destacó Leavitt entre aquellas calculadoras, quien, de manera casi obsesiva, se dedicó a estudiar las Nubes de Magallanes, esas manchas cósmicas en el cielo que hoy sabemos que son galaxias vecinas a la Vía Láctea. Al estudiar un tipo especial de estrella pulsante, las variables Cefeidas, cuyo brillo varía con periodos regulares, Leavitt estableció una relación crucial entre el brillo y el período de estas estrellas en el Observatorio del Harvard College. Hasta entonces, la humanidad estaba perdida en el cosmos, incapaz de medir con precisión las distancias siderales. Su descubrimiento permite deducir en 1912 que las Cefeidas de mayor luminosidad intrínseca tenían periodos largos, estableciendo la relación entre las dos características.
Un año después, en 1913, Ejnar Hertzsprung determinó la distancia de algunas Cefeidas, lo que le permitía calibrar la relación Periodo-Luminosidad. A partir de entonces, observando el periodo de una Cefeida se pudo conocer su luminosidad y, también, su magnitud absoluta; se comparó la luminosidad con la magnitud aparente observada lo que permitía establecer la distancia a la Cefeida estudiada. Este método podría utilizarse igualmente para calcular la distancia a otras galaxias en las que pudiesen observarse estrellas Cefeidas, tal y como lo haría en los años 1920 Edwin Hubble con la galaxia de Andrómeda.
Su hallazgo, que conocemos ahora como la "Ley de Leavitt", fue la brújula que permitió a Edwin Hubble confirmar que el universo estaba repleto de galaxias más allá de la nuestra. Y, sin ese descubrimiento, Albert Einstein habría tenido que repensar su teoría de la relatividad.
Henrietta Swan Leavitt nunca recibió el reconocimiento en vida. Se movía en el silencio de una época en la que a las mujeres de ciencia se les permitía calcular, pero no teorizar. Aún así, su legado, junto con el de sus colegas de las "Computadoras de Harvard", ha llegado a nosotros.
En los archivos, en cuadernos escritos a mano, hay toda una cartografía del universo tal como lo entendían esas pioneras. La Universidad de Harvard, que en su día las relegó a tareas de bajo rango, ahora trabaja para digitalizar sus cuadernos en el proyecto PHaEDRA, una iniciativa que busca preservar y hacer accesible el saber que ellas, en su infinita paciencia y precisión, nos regalaron. Quizás a Leavitt nunca le importó demasiado la fama, pero sin duda tenía claro el norte. Hoy sabemos que, gracias a su luz y a su constancia, somos capaces de entender mejor el vasto universo que nos rodea.
Hoy en día, la obra de Henrietta Swan Leavitt sigue palpitando en cada rincón de la astronomía. Su descubrimiento sobre las variables Cefeidas —esas estrellas que laten, expandiéndose y contrayéndose en un ritmo regular— es la piedra angular sobre la que se miden las distancias siderales. A golpe de esas pulsaciones estelares, basándose en la relación entre el período y la luminosidad que ella misma formuló, los científicos han llegado a calcular el tamaño de nuestra galaxia, la distancia a estrellas remotas y hasta las dimensiones del universo. No exageramos al decir que una de cada diez estrellas variables conocidas en la actualidad fue primero registrada y estudiada por Leavitt, allá por los albores del siglo XX, cuando las matemáticas y las estrellas apenas se miraban cara a cara en el observatorio de Harvard.
Pero no crean que fue un camino de rosas, no. En aquellos tiempos, pocos veían en esas estrellas variables más que un fenómeno curioso. Nadie sospechaba que esas oscilaciones guardaran el secreto de la distancia en el cosmos. Jeremy Bernstein, un escritor científico, lo dijo claro: “Dudo que Pickering, el director del observatorio, pensara que aquellas placas fotográficas esconderían un descubrimiento que cambiaría la astronomía”. Y, sin embargo, cambió todo. La “ley de Leavitt”, como se bautizó su hallazgo, dotó a los astrónomos de la primera "vela estándar" para medir distancias que ningún telescopio había logrado antes.
El danés Ejnar Hertzsprung tomó el trabajo de Leavitt y lo aplicó para calcular distancias dentro de nuestra Vía Láctea. Pronto, Edwin Hubble rastreó Cefeidas en galaxias distantes, como la de Andrómeda, descubriendo que el universo era vasto, y que no giraba en torno a nosotros.
El hallazgo de Leavitt reconfiguró, para siempre, la visión del cosmos. Desenmascaró la verdadera naturaleza de aquellas “nebulosas espirales” como galaxias completas, lejanas, y dio las bases para que Harlow Shapley desplazara al Sol del centro de la galaxia y, después, para que Hubble llevara esa misma visión al centro del universo. Fue su hallazgo el que permitió más tarde la comprobación de que el universo se expande, esa verdad fundamental que hoy conocemos pero que entonces habría parecido imposible.
Hubble, quien construyó su legado sobre los cimientos que Leavitt dejó, llegó a decir en más de una ocasión que si alguien merecía el Nobel era ella. No obstante, ni en vida ni en muerte lo obtuvo. Gösta Mittag-Leffler, matemático sueco, intentó nominarla en 1925, pero descubrió que Leavitt había muerto de cáncer tres años antes. Cosas de la vida. El Nobel no premia a los muertos y parece que a las mujeres de su época, tampoco. Sin embargo, gracias a las Cefeidas, seguimos midiendo distancias hasta de 60 millones de años luz. Desde esas estrellas variables que Leavitt estudió hace un siglo, hemos seguido los pasos que nos acercan, aunque sea un poco, a entender el alcance de nuestro universo.
La historia de Henrietta Swan Leavitt es la de un genio olvidado, sepultada bajo el peso de una época en la que las mujeres, por regla, no pasaban de ser meras asistentes en la ciencia. Hoy, su nombre no figura en la lista de los grandes, ni la reverencian como a otros. Aunque trabajó en el Observatorio de Harvard bajo la dirección del astrónomo Edward Pickering, su aportación no le valió fama, ni premios, ni medallas. Apenas un sueldo que rondaba los ocho euros por hora y de la tarea que se esperaba de ella —contar, medir, clasificar estrellas— nadie pretendía que se desviara.
El título de Leavitt hasta el final fue “ayudante” y nunca exigió otra cosa. Todavía hoy existe la práctica de considerar a un director, facultativo y a los demás trabajadores, por muy facultativos que sean por haber pasado por la facultad, por experimentados que sean, que pueden serlo incluso más que el director, resulta que se los considera “ayudantes de..”, ayudantes de quién, cuando la labor descansa en estos facultativos considerados ayudantes, es aquello de que “unos tienen la fama y otros cardan la lana”, dice el refrán.
Desde los 17 años, una sordera implacable le había ido arrancando las palabras del mundo y pudo condicionar su conducta considerándose merecedora de un segundo plano, la educación y la sociedad también condicionan. Desde ese silencio suyo se volcó en su trabajo e investigación en astronomía.
Murió el 12 de diciembre de 1921 a los 53 años, sin que la ciencia la reconociera y dejando un testamento austero, que al parecer no contenía sino bienes menores y modestos: una librería de 5 dólares, una alfombra de 4 dólares, algunos muebles de ínfimo valor. Su patrimonio, sumado, no alcanzaba los 400 dólares.
Es irónico, claro. Cuatro años después de su muerte, en 1925, el matemático sueco Gösta Mittag-Leffler, pionero en apoyar a las mujeres de ciencia, quiso proponerla al Premio Nobel, convencido de que su trabajo sobre las variables Cefeidas merecía todos los laureles. Fue entonces que se dio cuenta de que Leavitt ya no estaba en este mundo. El Nobel no se otorga póstumamente. Lo curioso, lo trágico, es que, cuando su madre y su hermano recibieron la noticia de aquel reconocimiento tardío, Leavitt ya se había marchado y, con ella, su legado, que años después comenzaría a ser valorado.
Y ahí queda su historia, a medias entre la gloria que nunca llegó y el olvido injusto en el que aún yace, aunque reivindiquemos aquí su labor. Mientras, otros ganaban renombre y fortuna con sus hallazgos, con los de Henrietta, la que permaneció en segundo plano, en silencio, dejando un eco que solo ahora estamos empezando a escuchar.
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