Hace unos días leía un artículo en el que el columnista reconocía que una cosa es pensar en Dios y otra creer en Dios: lo primero, pensar es razonar y llegar a conclusiones válidas para la inteligencia y tener incluso la convicción sobre la existencia de Dios; lo segundo, la fe, se sitúa más allá, pues compromete a la persona en su integridad.
Esto quiere decir que de la convicción a la fe hay un paso importante que depende del hombre en su disposición a llenarse de Dios, de su libertad para descubrir llamada de Dios, con un añadido importante: que la fe es un don o regalo de Dios que ofrece con generosidad a todos. Es decir, Dios no es arbitrario, dando a unos la fe y a otros no, porque sí llama al corazón de cada persona para que libremente admita la familiaridad con Dios y su misión en el mundo.
De nuevo estamos ante el misterio de la libertad humana capaz de comprometerse de continuo en algo que le trasciende pero también de resistir a las gracias de Dios. Importante, porque muchas veces planteamos la carga de la prueba en Dios y minimizamos la capacidad libre del hombre para aceptar o rechazar la oferta generosa.
En realidad hay algo misterioso en la fe aunque no en el sentido de incomprensible sino como realidad sublime que invita a ser feliz, saliendo de las propias conveniencias y abriéndose al regalo de la felicidad. En suma, razonar con fe requiere mucha humildad y reconocerse como criatura de Dios con la misión de participar en el desarrollo de la creación.
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