Por razones ajenas a mi voluntad −como diría un declarante que aspira a no ser censurado−, llevo una temporadita más ocioso de lo que acostumbro, razón por la cual, me temo, veo la televisión en demasía. El caso es que este pasado miércoles, 20 de noviembre, hacia el mediodía, he visto durante unos treinta minutos un programa en la cadena Cuatro, titulado “En boca de todos”. En concreto, me pareció uno de esos debates políticos donde “les contertulies” hablan mucho, se escuchan poco y, por lo general, van “cargades” de arraigados prejuicios sobre “les otres” y sobre las temáticas o los asuntos de actualidad que abordan, en los que, por las más insospechadas razones, están (o así pretenden que se perciba) “versades”, tanto que cada “une” se comporta como si estuviera en posesión de la verdad.
En concreto, la tertulia televisiva estaba formada en el estudio (espero no equivocarme) por un moderador, tres periodistas, un “periodisto”, un abogado y un sociólogo expolítico de izquierdas de los denominados expertos en comunicación política, y, en el tiempo en que los escuché, trataron sobre dos temas, que pasaré a referir. El primero, el de dos presuntas mujeres (lo digo, porque desconozco si se sienten como tales, si aceptan su aparente condición, si se identifican con su aspecto o si este, en cambio, es fruto del opresivo heteropatriarcado que, sin tener en cuenta su derecho de autodeterminación de género, las ha conformado “fachosféricamente” así), que, literalmente, a pecho descubierto, han realizado una protesta desde la tribuna de invitados del Senado, decretando así un nuevo dogma de la religión feminista: “el aborto es sagrado”.
La cuestión es que los debatientes televisivos, sin mostrar interés alguno por la afirmación (supongo que es una demostración más de la acusada tendencia de los últimos tiempos a normalizar lo anormal y a trivializar lo importante), en lo que no se ponían de acuerdo es sobre la conveniencia de la liturgia empleada; es decir, sobre si es adecuado o aceptable “enseñar las tetas” como medio de persuasión. De modo que, planteada esta cuestión por el moderador, una de las periodistas lo justificó argumentando que es un modo de llamar la atención sobre el asunto, dado que, en una sociedad machista como la actual, esto resulta altamente provocativo y sugerente, llamativo y efectivo, en consecuencia. El “periodisto” −claramente más preocupado por meter el dedo en el ojo de su compañera de debate, buscando su incoherencia ética, que por dar su opinión− declaró de modo intencionadamente burlón que, a él, particularmente, le gustaba esta forma de reivindicación, desatando de este modo la ira de su colega, que lo tachó de machista, precisamente lo que él pretendía. Por tanto, puso de relieve que de la irritación de su compañera se podía deducir que una actitud no machista por su parte habría debido ser la de reprobar la actitud de las manifestantes, explicitando el desagrado por ver los pechos desnudos de las dos mujeres, puesto que habían sido empleados a modo de reclamo propagandístico; aunque mucho me temo que esto también habría desencadenado una airada respuesta de la compañera periodista, que habría alegado que las mujeres tienen todo el derecho a hacer lo que deseen con su cuerpo, incluido, como es natural, el exhibicionismo, con lo que semejante declaración constituiría igualmente un acto de machismo. Conclusión: no es machista servirse de los atributos sexuales femeninos para conseguir un fin publicitario si es una mujer la que lo decide, sino, al parecer, una adaptación adecuada al heteropatriarcado imperante, a la par que una denuncia del mismo, porque, según se ve (nunca mejor dicho), lo machista no está en la imagen de los pechos, sino en la que se refleja en la retina del receptor del mensaje y en su posterior procesamiento cerebral, si este es hombre y heterosexual.
Por tanto, es fácil colegir que, para el feminismo dominante (con no infrecuentes tics de hembrismo revanchista), lo machista es que un hombre muestre cualquier actitud u opinión propias respecto de los actos, palabras o conductas de una mujer. Dicho de otro modo, si biológicamente se es varón, la única opción socialmente apropiada de vivir es que se sea cualquier cosa menos heterosexual, y si, lamentablemente, esto no fuera posible, adulador incondicional del feminismo excluyente de confrontación (como el tertuliano sociólogo, por cierto) o, en su defecto, calladito, sumiso y entregado al asentimiento acrítico.
El otro tema que se abordó fue el del anuncio publicitario en forma de cartel que ha promovido la Asociación de Familias Numerosas de Madrid (AFNM), cuyo contenido verbal y gráfico ha creado un gran revuelo y un profundo rechazo, precisamente, en los sectores del progresismo libertario feminista, permanentemente entregados a la defensa de la libertad de expresión, fundamentalmente, la propia, la verdadera. El asunto es que el cartel está configurado en vertical del siguiente modo: texto, imagen, texto. En la cabecera y con una tipografía de mayor tamaño que en el resto del texto, a modo de eslogan, una alusión indirecta, “¿Se te está pasando el arroz?”. A continuación, un dibujo que combina dos escenas alternativas posibles en un sofá. En una de ellas, con trazos negros, aparecen un hombre y una mujer, previsiblemente pareja, cada uno en un extremo del sofá; ella, parece, haciéndose un selfi y él con el mando de un videojuego, ambos flanqueados por sendas mascotas y unas bebidas manifiestamente alcohólicas en el suelo: disfrutando, en definitiva, por separado, de un tiempo de ocio. La otra escena, de trazos azules, presenta a cuatro niños de diversas edades intentando llamar la atención de los adultos, que sugiere que podrían ser o haber sido sus hijos. Tras esto, al final del cartel, en su parte derecha, un lema a modo de reflexión: “Algunas cosas, si se posponen, se pierden para siempre”.
En la tertulia, las mujeres presentes y el sociólogo, enfurecidas y enfurecido, respectivamente, coincidieron en que el eslogan interrogativo resultaba indignante, insultante y denigrante para las mujeres y (va de suyo) profundamente machista por varios motivos emocionales doctrinarios: porque constituye un reproche intolerable a la mujer, un ataque a su libertad de concebir o no, una identificación profundamente ofensiva de juventud con fertilidad, un modo de hostigamiento que encasilla a la mujer en el papel de madre; además, porque es un modo inadmisible de explicitar que la mujer no es fértil durante toda su vida, porque la concibe como un objeto reproductor, porque violenta la voluntad libre de la mujer de desarrollarse humana y profesionalmente y, por si fuera poco, porque, formalmente, dado que los colores del cartel son el amarillo y el negro, este constituye una demostración, según contaron, de agresividad y violencia. Planteamientos estos que hicieron en su mayoría después de la entrevista fallida a la presidenta de la asociación, que, ante el acoso verbal e ideológico de la mayoría de “les contertulies” (a los que se había sumado con gran ímpetu una conocida novelista, devenida en intelectual desinhibida en el candelabro, que diría aquella), que hizo prácticamente imposible que se explicase, decidió −si bien pareció que instigada por un tercero, que, rápidamente, los debatientes identificaron como un varón, aunque ni se viese su rostro ni se oyese su voz− suspender abruptamente la videoconferencia.
La verdad es que, a mí, me sorprendió que solo el “periodisto”, aunque con poco éxito, destacase que el lema es una pregunta, no una afirmación, con lo que la capacidad verbal para la ofensa, cuando menos, se ve significativamente aminorada, y que, a lo mejor, el cartel es una llamada a la reflexión necesaria en un país con una grave crisis demográfica.
Pero es igual, porque lo importante es la verdad, ¿no? Y si esta solo puede residir, por exclusión, en el feminismo −adoptando un pensamiento polarizado, una dicotomía ideológica entre feminismo y machismo (este, sin género de duda, por definición, una injusticia contra la mujer por prevalencia o prepotencia del varón) que no admite alternativa alguna−, el precio, necesariamente, ha de ser la libertad, particularmente la de expresión, porque cualquier opinión contraria a los principios infalibles del credo feminista constituyen, automáticamente, un acto machista, algo así como un crimen de lesa feminidad, que exige de los ciudadanos disciplinadamente comprometidos con el sesgo cognitivo de la lucha de géneros progresista la represión de cualquier expresión que aporte cordura y racionalidad convivenciales.
En todo caso, ¿para qué complicarse la vida defendiendo la libertad de los demás, y menos si eres hombre? Que los tiempos que corren no dictan igualdad, sino empoderamiento femenino y abajamiento masculino. ¡Con lo a gustito que se está en el redil al calor del rebaño junto al pesebre! ¡Ya te digo!
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