La ciudad vieja de Estocolmo está rodeada por edificios antiguos, canales de agua, puentes, iglesias; y da la impresión que las piedras han memorizado el paso de los siglos. En este sector se encuentra una mansión, construida en el siglo XVIII, que respira historia y humanidad. Me refiero al Museo del Premio Nobel que se inauguró en el 2001 para conmemorar el centenario de los Premios Nobel. En su interior late la esencia de las mentes más lúcidas que han revolucionado el mundo con su creatividad. Y cada rincón está marcado por descubrimientos importantes en los diferentes campos de la ciencia, pero también por las célebres obras que han creado poetas y escritores. A lo largo y ancho del Museo se describen historias; por ejemplo, de Marie Curie, que descifró secretos de la materia entre radiaciones invisibles; de Albert Einstein, cuyo genio dibujó las curvas del espacio y del tiempo; de Martin Luther King, quien soñó con un mundo sin cadenas, y caminó hacia él con pasos firmes; o de Amartya Sen que fue testigo de una tremenda hambruna en la zona de Bengal, en donde murieron miles de personas.
Una de las salas más cautivadoras del Museo invita a reflexionar sobre la naturaleza de la creatividad. A través de cortometrajes que retratan a galardonados, se pregunta al visitante: ¿Es la creatividad un destello inherente al espíritu individual, o es el entorno social el verdadero motor de la creación? Esta pregunta no busca respuestas definitivas, sino más bien encender la imaginación. En un sector mágico y entrañable del Museo se exhiben objetos donados por los laureados. Son por decir, fragmentos de sus vidas. En un armario descansa un hipopótamo de madera que Mario Vargas Llosa solía acariciar entre líneas de inspiración. Los lentes del Dalai Lama parecen transmitir una visión de serenidad. La bicicleta de Amartya Sen está marcada por los caminos polvorientos de algunas aldeas en la India, etc. Cada objeto, por modesto que parezca, es un testigo silencioso del ingenio y del alma de su dueño. En otras palabras, la grandeza humana se alza, delicada y luminosa, como tesoro eterno reposando en vitrinas de cristal.
El techo del Museo, como un cielo estrellado, despliega un carrusel de fotografías de los laureados que se desliza lentamente sobre rieles. Es un desfile de mentes luminosas, una invitación a elevar la mirada y contemplar los rostros de los galardonados con el Premio Nobel que, como estrellas fugaces, han dejado una estela en nuestro mundo. La cafetería del Museo es un guiño al espíritu nómada de Alfred Nobel, quien frecuentaba cafés en Moscú, en París, en Estocolmo y en Viena. Entre el aroma cálido de una taza de café y el murmullo íntimo de una conversación, se teje un puente invisible hacia el pasado, como si cada sorbo y cada palabra fuesen hilos que nos enlazan con la eternidad. Podemos imaginar, entonces, a Alfred Nobel, el hombre de las contradicciones, sentado en la penumbra de su propia reflexión con una taza entre las manos, rodeado por el eco de sus invenciones. Quizás, entre fórmulas y explosiones de pólvora, hubo momentos de calma en el universo interior de Alfred Nobel, donde soñó con un legado que fuera más chispa de paz que estallido de guerra. Y así, entre el humo del café y el fulgor de sus pensamientos, se encendió la semilla de los premios que llevarían su nombre, una ofrenda para iluminar la nobleza del espíritu humano en lugar de sus sombras.
Un detalle que no pasa desapercibido son las sillas de la cafetería, humildes guardianas de un secreto asombroso. Bajo sus asientos, como susurros atrapados en madera, descansan firmas y dedicatorias de quienes han sido tocados por el prestigio del galardón más ilustre del mundo. Esas palabras, pequeñas y discretas, parecen vibrar con una vida propia, como si fuesen versos arrancados del corazón, y materializados para que el presente los acaricie.
Este Museo es un santuario vivo y palpitante, y nos incita a transitar por sus senderos con los ojos llenos de asombro y el corazón abierto a la belleza del descubrimiento. Exposiciones, seminarios y actividades para niños y jóvenes animan a creer en un poder esencial: el cambio. Y, en consecuencia, se recuerda que todos llevamos dentro un relámpago de creatividad, y que con una actitud correcta, el mundo puede ser diferente. Dicho de otro modo, el Museo del Premio Nobel, es un espacio en el que palpita la energía de quienes han buscado, con sus inventos y contribuciones, mejorar el mundo.
En este planeta Tierra, las estrellas no iluminan con todo su resplandor. Titilan a medias como si su luz se quebrara en fragmentos de duda. Parecen murmurar un anuncio inquietante, un presagio de desorden que se desliza entre las sombras. Su parpadeo es el pulso de un mundo herido, esquizofrénico, cargado de guerras y esa incertidumbre que, se enreda en el alma como una espina, no deja ver el horizonte. Alfred Nobel, forjado entre la nitroglicerina y el estruendo, supo transformar la pólvora en poesía. Y la fuerza devastadora de la dinamita, en un canto de Paz; tan anhelado en nuestros tiempos.
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