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​Recuperando la distinción entre arte y bodrio

Al institucionalizarse lo grotesco, el arte y la cultura contemporáneos han creado un terreno en el que la trasgresión se vuelve repetitiva y predecible
Lisandro Prieto Femenía
miércoles, 4 de diciembre de 2024, 09:30 h (CET)

"A veces un cigarro es solo un cigarro", Sigmund Freud.


Hoy quiero invitarlos a reflexionar una vez más sobre nuestro tiempo, también conocido como “postmodernidad”, un período caracterizado por la fragmentación de las narrativas, la desconfianza en los metarrelatos y la proliferación de los simulacros, logrando así reconfigurar radicalmente nuestra relación con la estética. En este nuevo escenario cultural, asistimos a un fenómeno singular: la erotización de lo grotesco: lo que otrora era considerado marginal, repulsivo o incluso monstruoso, se ha convertido en objeto de fascinación y deseo, o sea, en moda incuestionable. Esta tendencia, lejos de ser una mera curiosidad estética, revela profundas transformaciones en nuestra sensibilidad y en nuestra manera de concebir el cuerpo, el deseo, la belleza y la identidad. En pocas palabras, amigos míos, hoy vamos a intentar comprender por qué cuesta tanto distinguir una obra de arte de un bodrio.


Analizar la estética de lo feo y la erotización de lo grotesco implica que exploremos temas que desafían la percepción tradicional de la belleza, vinculando el arte, la filosofía y la psicología en una reflexión sobre los límites estéticos y emocionales de nuestra época. Evidentemente, eso no lo vamos a lograr en un simple artículo de reflexión filosófica en este periódico, pero al menos podemos aprender un poco sobre el asunto mientras deshilachamos algunas trivialidades que se han convertido en cánones de la estética postmoderna.


La precitada estética ha sido abordada en diversas épocas, especialmente desde la filosofía alemana del siglo XIX. Particularmente, Karl Rosenkranz, en su obra titulada “Estética de lo feo” (1853), argumentaba que lo feo no es simplemente un defecto en relación con la belleza, sino una categoría estética que revela aspectos profundos de la naturaleza humana. El autor incluso propone que lo feo pueda ser tan complejo que incluya lo variado, lo monstruoso y lo absurdo, sugiriendo que tiene valor propio en el ámbito del mundo del arte. Lo feo, para él, tiene su propio significado y su función específica, puesto que permite confrontar la disonancia y el conflicto, lo caótico y lo irracional en la experiencia humana.


Por su parte, Arthur Schopenhauer también reconocía en lo feo una fuerza que, aunque disruptiva, podría ser estéticamente significativa. Según él, la representación de lo feo permitiría explorar el “sinsentido” de la existencia, así como los aspectos más oscuros de la vida humana. Se trata de un pensador para quien la belleza suscita un placer y una elevación, mientras que lo feo sirve para confrontar al espectador con el sufrimiento y la tragedia universal de nuestra existencia.


Ya en el siglo XX, los surrealistas como André Breton y Salvador Dalí, se dedicaron a explotar la erotización de lo grotesco, encontrando en lo extraño y lo deformado una fuente de atracción. Las figuras distorsionadas de Dalí o los poemas de Breton capturan este sentido en el que lo erótico y lo grotesco se entrecruzan, buscando despertar en el espectador un deseo que no se ancla en la categoría clásica de lo “bello”, sino en la trasgresión y la ruptura de las normas estéticas convencionales.


En definitiva, la estética de lo feo y la erotización de lo grotesco funcionaron como fenómenos que desestabilizan el sentido común de la belleza y el deseo, recordándonos que, en el arte y en la filosofía, las categorías estéticas tradicionales pueden ser insuficientes para comprender la amplitud de las experiencias humanas: en lugar de aspirar únicamente a lo sublime, explotar la atracción por lo deformado o lo extraño cumplía la función de confrontarnos con la multiplicidad de la naturaleza humana, que abarca un todo, es decir, tanto el deseo de orden como el impulso hacia la trasgresión.


Como se habrá podido apreciar, la serie titulada “Bellas Artes” se erige como una mordaz crítica y sátira de la escena artística contemporánea, donde la búsqueda de la novedad y la provocación a menudo desemboca en una estética de lo ridículo, del exceso conservador y del absurdo nihilista reaccionario. A través de sus bien articuladas caricaturas de artistas bizarros, críticos y mecenas, la serie expone las contradicciones reales y los límites de una vanguardia que, en su afán por subvertir las normas establecidas, termina creando clichés y estereotipos que ya cansaron a la sociedad.

En este sentido, la erotización de lo grotesco, presente en muchas obras que se presentan en “Bellas Artes”, se convierte en una herramienta para la parodia y la crítica social a una moda que está mostrando sus últimos coletazos. Al llevar a un extremo las convenciones estéticas y las obsesiones del mundo del arte, la serie revela el carácter arbitrario y construido sobre naipes de estas mismas convenciones. La violencia, la fealdad y la perversión se convierten en elementos recurrentes, utilizados para provocar escándalo y llamar la atención , pero también para desenmascarar la vacuidad de muchas propuestas artísticas que siguen engolosinadas en el bucle de lo “posmo-chic” que, al parecer, ya no tiene nada que denunciar.


La serie precitada sugiere que, en la búsqueda de lo nuevo y lo radical, el arte contemporáneo ha caído en una especie de nihilismo estético, donde la belleza y el significado han sido completamente reemplazados por la provocación gratuita y la obsesión por lo chocante (que ya no choca a nadie). En este contexto, erotizar lo feo o lo grotesco, se convierte en una estrategia para llamar la atención de un público que día a día se va cansando cada vez más del sinsentido y de la fealdad como herramientas de lucha contra un enemigo que claramente no existe hoy. En otras palabras, amigos míos, intentar generar polémica mediante algo que no es polémico, sino ridículo, no es otra cosa que haberse quedado en la lucha de un siglo que no es el nuestro.


Al igual que muchos especialistas en estética, que intentaban ver en lo grotesco una fuerza subversiva capaz de desafiar las estructuras del poder, los creadores de “Bellas Artes” utilizaron la estética del ridículo para criticar el mercado del arte, la mercantilización de la cultura y la superficialidad de la sociedad contemporánea. Sin embargo, a diferencia de los críticos comunes, la serie ha pretendido adoptar una postura oportunamente más pesimista, sugiriendo así que la transgresión ha sido domesticada y absorbida por el sistema, convirtiéndose en un producto más de consumo cultural.


Si bien la exaltación artística de lo feo ha sido una tendencia dominante en la cultura contemporánea, es fundamental reconocer que no es la única posibilidad estética. La historia del arte nos muestra que la belleza en sus múltiples manifestaciones, ha sido una fuente inagotable de inspiración y reflexión. Aún así, en un mundo marcado por la proliferación de imágenes y la saturación mediática, la belleza parece haber perdido su capacidad de conmover y emocionar.

Como señalamos en el caso de la serie “Bellas Artes”, la idea es que podamos cuestionar si la búsqueda de la trasgresión a través de lo grotesco es realmente el camino hacia la innovación artística. Podríamos preguntarnos, entonces, ¿es posible concebir una belleza que no sea simplemente la negación de lo convencional, sino una afirmación de nuevos valores y sensibilidades?


Para responder a esta pregunta, podemos mirar hacia el pasado y recuperar algunas tradiciones estéticas que han valorado la belleza como un ideal. El arte clásico, el romanticismo, el simbolismo, son sólo algunos ejemplos de movimientos artísticos que exploraron las diversas facetas de la belleza, desde la armonía y la proporción hasta lo sublime y lo misterioso. Evidentemente, no se trata de “volver a un pasado que fue mejor”, no, sino intentar ser capaces de responder a los desafíos y las complejidades de nuestro tiempo dejando de repetir clichés de luchas, que ya no tienen adversarios reales.


Es que la estética de lo grosero, nacida como una fuerza que luchaba contra los ideales de un concepto de belleza clásica y armónica, efectivamente se ha convertido en una corriente dominante en el arte contemporáneo. Este cambio, que ha tenido su auge, y actual decadencia, en la postmodernidad, revela cómo las categorías inicialmente marginales y desestabilizadoras pueden ser absorbidas y neutralizadas por el propio sistema que en un principio criticaban.


Cuando lo grotesco y lo feo se vuelven el nuevo canon, es decir, la nueva norma establecida por la estética de la época, se produce una paradoja: lo que antes chocaba y provocaba rechazo, ahora es aceptado, celebrado, en su momento esperado, y ahora intensamente repetido. En sus orígenes, lo grotesco apuntaba a la descomposición de la belleza idealizada y de las jerarquías tradicionales: a través de la exageración, la deformación y la mezcla de lo sublime con lo absurdo, buscaba liberar al arte de normas fijas, acercándose a una experiencia humana más cruda y menos idealizada.


Pues bien, misión cumplida, pero al instalarse como discurso hegemónico, esta estética está perdiendo su capacidad de subvertir. La idea de que “todo es arte”- pilar de la postmodernidad- implica que nada en particular resulta perturbador o inaceptable, y la provocación se vuelve un recurso más del mercado cultural. Al institucionalizarse lo grotesco, el arte y la cultura contemporáneos han creado un terreno en el que la trasgresión se vuelve repetitiva y predecible.


Las estrategias estéticas de protesta o de shock, pensadas inicialmente para desafiar estructuras de poder y modelos estéticos hegemónicos, terminan vaciándose de contenido crítico al carecer de un “otro” al cual confrontar. Esta hegemonía de lo feo y lo grotesco ha diluido el impacto de las obras, y a menudo se convierte en una estética ya vacía de rebeldía o en una provocación superficial, dirigida más al espectáculo que a la reflexión. Se trata, lamentablemente, de una “infantilización” de la protesta artística, cuando las obras buscan impresionar a través de lo grotesco o lo absurdo sin ofrecer contenido genuinamente crítico.


En esta saturación de lo grotesco, las categorías de “obra de arte” y “bodrio” pierden sus diferencias y se convierten en casi intercambiables. Esto resulta en una crisis de autenticidad y significado en el arte, donde el valor se mide menos por el impacto ético o estético de la obra y más por su capacidad de sorprender o llamar la atención, de manera patéticamente superficial.


Reitero, y por fin, concluyo aquí: la paradoja de que el discurso de protesta se haya vuelto hegemónico evidencia una crítica profunda al estado del arte postmoderno. Con el avance del abandono del pensar excusado por una incomprendida desconstrucción, la frontera entre arte y espectáculo se disuelve, y lo grotesco, que pretendía desafiar, se convierte en un recurso fácilmente capitalizable y consumible. De este modo, el arte parece haber quedado atrapado en una especie de “bucle de la trasgresión” vacío de confrontación auténtica, reflejando un mundo en el que las categorías clásicas de belleza, fealdad, arte y basura pierden sentido con la excusa de que todo vale para ser una obra. Así, la verdadera subversión quizá ya no radique en el exceso ni en la deformación, y mucho menos en el absurdo, sino en la búsqueda de autenticidad, profundidad y sentido que, irónicamente, sería hoy lo más trasgresor en una era de hipersaturación visual y estética que le rinde culto a lo ridículo.

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