A medida que van pasando los años te vas dando cuenta que esto, la vida, va llegando a su fin, se vive con cierta frecuencia con personas de cierta edad. Quizás, en vez de promover costumbres como Halloween, a los niños y jóvenes se les pueda anunciar también que la muerte es una puerta. Benedicto XVI explicaba que en el más allá no habrá otra cosa que la verdad que ya existía aquí, pero que se manifestará de un modo luminoso. No va a ser, por tanto, una ruptura con la vida actual, sino que aparecerá lo verdadero de lo que ha sido la existencia de una persona, purificada de lo que ha estado de espaldas a Dios. Se trata de una invitación existencial interesante, ciertamente: entras en un lugar donde lo auténtico de la propia vida será llevado a su plenitud, mientras que lo estúpido o lo fatuo desparecerá.
Si se percibe así, aunque la muerte asusta, porque es un absoluto, una realidad que no tiene marcha atrás, definitiva y decisoria, no es algo que deba atormentarnos. La muerte es una puerta, pero no a un mundo tenebroso, sino a una realidad plena. A su vez, desde esta perspectiva la vida gana peso, gravedad; de hecho, sin este prisma es fácil que no alcance sentido y sea una pasión inútil, como decía Sartre.
Ahora bien, conviene tener en cuenta que nuestro previo pensar en la otra vida corre el riesgo de no ser auténtico; que incluso entre los católicos suponga una sucesión de tópicos, mitos o fantasías. Lo cierto es que la vida eterna depende de un juicio, que se da tras la muerte, respecto de cómo hemos vivido los años que se nos han concedido. El problema es que de este juicio ya no se habla en muchos colegios ni parroquias, pues hay quienes consideran que parece inmisericorde o rancio. Contrariamente, esta verdad es una lámpara necesaria para orientarse, pues es fácil perderse en el camino. Es también un acicate, un aliento, tener una meta última y, a su vez, cotidiana: vivir con la conciencia de que todos nuestros días se concentran y están en función de un encuentro.
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