La vida, al menos la de siempre, se rige por temporadas y los humanos, al menos los de siempre, se ajustan a ellas y aprovechan lo que la lógica universal del planeta proporciona para avanzar, con esfuerzo, al ritmo cósmico que debería marcar la evolución. ¿Época de setas?: setas. ¿Época de fresas?: fresas. ¿Época de exámenes?: exámenes.
Exámenes. En la picota desde la llegada de las actuales fórmulas educativas que promulgan la irrelevancia y la angustia que estos provocan y que apuestan por lo que se llama evaluación continua, una manera de adquirir conocimiento a través de múltiples actividades que suman puntos y que acaba por otorgar al estudiante lo necesario para pasar de curso, aunque no tenga ni idea de nada. Que estás en el aula, punto para ti. Que sabes escribir, punto para ti. Que me haces un power point, punto para ti. Que respiras, punto para ti. Que pase el siguiente, que la estadística mejora. Punto para mí.
Exámenes. Con todas las connotaciones negativas que la palabra arrastra desde tiempo inmemorial, cuando, en el fondo, si se analiza bien, no deja de ser el momento en el que un estudiante puede mostrar las destrezas adquiridas y su conocimiento y desarrollo. Es como poner en tela de juicio el fútbol por los partidos del domingo. Uno entrena durante la semana y ahí es donde, a través de la práctica y el esfuerzo, avanza en su aprendizaje para poder competir contra otros en igualdad de condiciones y exhibir el potencial que se atesora. Y claro que jugar los domingos no es esencial para aprender a jugar al fútbol, pero ofrece la necesaria motivación que te lleva a superar a otros que, como tú, buscan el mismo objetivo: mejorar. Con una única y relevante diferencia: en la enseñanza compites contra ti mismo. No hay manera de que puedas perder. A menos que no cumplas con tu parte del trato y te niegues a aprender por pereza, apatía o por la desmotivación que surge cuando te lo han facilitado todo.
Exámenes. Son tiempos donde el profesorado se vuelve impopular al grito de “me ha suspendido”. Pequeño y tendencioso matiz que olvida que lo único que hacemos es evaluar aplicando unos criterios y colocando una nota que intenta aproximarse al aprendizaje asimilado por una muchachada que se ha mal acostumbrado a superar las etapas educativas sin mucha dificultad, con un sistema que permite obtener el título de la ESO con hasta tres asignaturas suspensas –si el conjunto de profesores así lo decide–, y encontrar cabida en el siguiente nivel sin tener que rendir cuentas de ningún tipo.
Y, claro, llegan a bachillerato –etapa que ya no es obligatoria, conviene recordarlo–, con múltiples carencias y con la engañosa sensación de que pueden cursarlo con garantías. Tras toda una etapa donde el mínimo esfuerzo les ha traído hasta aquí, se enfrentan a una nueva realidad para la que no están preparados. Y da igual que a las familias se les hiciera un consejo orientador recomendando alternativas como la FP, la posibilidad de ir a la Universidad ciega a los padres y el sistema alimenta esa posibilidad permitiendo que, ahora, también se puede acceder a la misma con alguna asignatura suspensa.
Malos tiempos para ser profesor. Nunca han sido buenos, no, pero cuando la cantidad prevalece sobre la calidad, la evaluación continua deriva en devaluación continua en un mundo resultadista que acabará devorado por no saber aprobar el examen de la vida de siempre, aquel que, con esfuerzo, permite saber quiénes somos.
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