Las navidades son tiempos de repaso y de pedirse cuentas a uno mismo. A nuestra provecta edad los años se suceden en un vuelo. Te parece imposible que haya pasado tanto tiempo desde que las vivías con tus abuelos y después con tus padres. Ahora resulta que las pasas con tus hijos y tus nietos.
A mí me gusta caminar un rato por las mañanas y sentarme en un banco a ver discurrir la vida. Desde pequeño me gusta imaginar lo que piensan, dicen y hacen los transeúntes. En mi mente escribo la historia inventada de alguno de ellos y dejo volar la fantasía.
Ayer, día de Navidad, las calles estaban bastante desiertas. Repentinamente me fijé en un árbol que me interpelaba con su aspecto formidable. Supuse que estaba cimentado en unas buenas raíces. El tronco era rotundo y del mismo salían muchas ramas fuertes y con capacidad de abrirse en otras extensiones.
Todo un ejemplo de vida. Pensé en la mía propia y no tuve más remedio que darle gracias a Dios. Pensé en mis raíces –hasta la generación que he podido conocer- y me di cuenta de que eran la fuerte base que sustentó mi existencia, hasta que salí al exterior en forma de un pequeño tronco que se fue formando con el fuerte injerto de mi esposa, con el apoyo de la cultura obtenida de los estudios, la convivencia vital y, especialmente, de la permanencia en la fe cimentada en la Palabra de Dios.
A lo largo de la vida descubres que las ramas se van separando. No hay dos iguales. Pero todas miran en la misma dirección. Hacia la luz. Y surgen ramas cada vez más pequeñas que acaban por llenar todo el campo de visión. Bajo su copa se refugian a veces amigos y allegados.
Como Martin Luther King yo también he tenido un sueño. Pero en este caso se ha hecho realidad. A lo largo de estos días todas las ramas del gran árbol se irán reuniendo alrededor del tronco y pediremos paz y unión entre nosotros y para todo el mundo.
Los miembros del “segmento de plata” tenemos esa suerte. Podemos contemplar el árbol de nuestra vida y sus frutos.
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