Una vez más, cuando suenen las doce campanadas, se repetirá el gran prodigio: el eterno ciclo de la transición, en el que todo ha de morir para volver a vivir.
Lentamente, agotado por el peso de sus días, 2024 camina hacia el final de su viaje. Tras de sí arrastra el abrumador fardo en el que hemos ido depositando nuestras alegrías e ilusiones, nuestros desencantos, frustraciones y fracasos, nuestros pequeños retazos de felicidad y los afilados puñales que se clavaron en el alma. Regocijos y tristezas que han dejado su huella en la arena de ese sendero al que llamamos tiempo.
El tiempo devora todo lo que existe, incluidos nosotros, sus propios hijos. Es el recordatorio de que todo lo que comienza debe terminar, de que todo es efímero, menos él mismo. Es el guardián de todo aquello que ha concluido, el lugar donde todo lo que ha terminado descansa. Es eso inamovible a lo que llamamos Historia.
El tiempo es el eterno ciclo que nos muestra la naturaleza circular de la vida, en la que todo lo que tiene un comienzo también tiene un fin, y de ese fin surge un nuevo comienzo. Es ese espacio en el que, día a día, nos afanamos con denuedo a construir, en la cúspide de nuestras ilusiones y cerca del Sol, el templo sagrado de nuestra existencia. Un viaje único y efímero, una danza entre la luz y la sombra, donde cada instante es una oportunidad irrepetible de sentir, amar, aprender y transformar. Es la chispa que arde en el corazón, impulsándonos a soñar, a construir y a encontrar significado en medio del caos y la incertidumbre. Es el hilo invisible que teje historias en el vasto tapiz del universo, un susurro de eternidad atrapado en el frágil aliento del tiempo que muere y renace cada año con las doce campanadas.
Es también un acto de creación constante, un puente entre lo que somos y lo que anhelamos ser, donde cada esfuerzo, cada lágrima, cada risa y cada silencio dejan una huella en el misterioso río de la vida. La existencia de cada ser humano es, en esencia, un pequeño milagro: un eco del infinito que se manifiesta en la vulnerabilidad de ser.
Las doce campanadas del año viejo son como el último suspiro de un sabio anciano que entrega su legado al recién nacido; son el eco de un reloj que marca el final de un capítulo y abre la puerta a una página en blanco. Cada campanada es un latido que muere y renace al instante, como si el tiempo mismo, en un acto de magia, se despojara de su piel marchita para vestir un nuevo amanecer. Son el puente entre lo que fue y lo que será, un instante eterno en el que el fin y el principio se entrelazan, como el ocaso que abraza la aurora en un pacto de continuidad.
Al igual que el mítico dios Janus contempla el pasado y el futuro con sus dos rostros, las doce campanadas simbolizan el umbral entre lo que fue y lo que está por venir. Cada campanada es un eco que muere, un instante que se pierde en los confines del espacio, mientras su sucesora resuena como una promesa de renacimiento. El rostro que mira hacia atrás ve los días agotados del año viejo, con su carga de alegrías, penas, triunfos y aprendizajes, mientras que el rostro que mira hacia adelante vislumbra un horizonte nuevo, lleno de posibilidades y esperanzas. En ese breve instante entre campanada y campanada, el tiempo parece detenerse, permitiendo que lo que muere y lo que nace se encuentren, como un delicado equilibrio entre despedida y bienvenida.
Es el momento en que Janus abre las puertas del tiempo: un portal que nos invita a dejar atrás lo que pesa y a abrazar el futuro con el corazón renovado, celebrando no solo el fin de un ciclo, sino el milagro del comienzo de otro.
Las doce campanadas son el abrazo eterno entre el pasado y el futuro, donde el año que muere, agotado por su carga, entrega su último aliento al nuevo año que nace, fresco y lleno de promesas. No hay interrupción, no hay vacío: el tiempo fluye como un río continuo, y en esa corriente encontramos la esencia misma de la existencia.
El eco de la última campanada del año viejo se funde con el sonido vibrante de la primera del año nuevo, como dos amantes que se encuentran en el umbral de la eternidad. En ese instante, comprendemos que la vida no es un comienzo ni un fin, sino un perpetuo renacer, un ciclo sin final donde cada despedida encierra la semilla de una bienvenida.
Así, cada año que muere y cada año que nace justifican nuestra búsqueda, nuestra lucha y nuestros sueños. En el abrazo de lo que fue y lo que será, se revela el milagro de existir: la certeza de que, aunque somos efímeros, formamos parte de un todo eterno, de una luz que jamás se apagará.
El rey ha muerto. ¡Viva el rey!
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