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El sabio de las preguntas

​A medida que crecemos como especie también aceleramos nuestro paso. Valoramos más el ser “productivos” en la vida que el “vivir”
Gabriel Lanswok
martes, 13 de julio de 2021, 09:09 h (CET)

«Solo sé una cosa» pensó contemplando el movimiento sin objetivo de quienes lo rodeaban. «Solo sé que no se nada», y de este modo Sócrates se consagró en la cima de los Atenienses, se convirtió en el más sabio de todos los que en la tierra caminaban. Aquel gordo y feo hombre, que lo único que hacía era molestar a la gente, conversar con ellos, indagar el juicio de pobres y ricos, adultos y jóvenes, mujeres intelectuales y hombres ignorantes que no sabían que lo eran haciendo mayor su necedad. Los ponía a parir con páginas y páginas de interrogantes, práctica de la “Mayéutica”.


El conocimiento y la aceptación de la propia ignorancia es un acceso doloroso y el inicio a la sabiduría. Nos permite rondar el espacio destinado a la verdad, tal vez nunca la lleguemos a sentir nuestra, tal vez solo la observemos, pero, en esa observación de lo real es posible que logremos la delicia de experimentar el segundo, el único que guardamos, aquel momento eterno dispuesto para que lo sintamos, pero debemos dar el primer paso… Un paso que contiene todos los demás.


A primera vista se afirmaría que la sabiduría se contrapone a la acción —supuestamente inútil— de filosofar, ya que la filosofía tiende a las preguntas y no tanto a las respuestas. Entremos un poco más y veamos que no. En nuestro camino hacia una realización propia el primer escalón es el cuestionamiento sobre aquello que deseamos y cómo alcanzarlo; siempre, en cualquier circunstancia, la pregunta llega antes que la respuesta igual que la luz antes que el sonido. Para ser sabios primero hay que darnos cuentas de que las afirmaciones últimas son imposibles para nuestra mente que percibe lo que le rodea en forma de autocreencias, lo interesante es que al acercarnos más a la total aceptación de nuestra ignorancia también nos hallamos muy cerca de la verdad.


Mira. Observa. Detente. Contempla.


A medida que crecemos como especie también aceleramos nuestro paso. Párrafos más cortos y frases acortadas. Valoramos más el ser “productivos” en la vida que el “vivir”. El ir a toda prisa es el epitafio de las personas que llegan estresadas al fin, a la muerte, dándose la vuelta para arrepentirse de no haber sentido un poco más la belleza del mundo.


Mira. Observa. Detente. Contempla.


Imposible hacernos preguntas en la condición de apuro. Para reflexionar necesitamos tiempo. Es necesario tomar asiento, detener el trote para darnos cuenta de que la vida está sucediendo, que nuestra existencia es finita y que la muerte ronda detrás como una sombra atenta esperando el momento para quitarnos la última exhalación. El dinero y el poder no tienen ningún peso jurídico sobre ella.


Miremos la vida. Observemos lo que nos rodea mientras detenemos el trayecto y contemplamos lo bello, lo eterno.  Disfrutemos nuestra vida, no de forma tonta, imprudente. Disfrutemos la vida cual niño que al igual que Sócrates da más importancia a las preguntas y no tanto a sus respuestas. Esa curiosidad insaciable que busca la razón de lo esencial que también es lo más pequeño. Indaguemos en el azul cielo y en el árbol en flor, descubramos por vez primera la paz que trae consigo el respirar el color y la textura de un sabor, la piel del deseo y el amor de una vida bien vivida.

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