Luz Pichel Teatro de La Abadía Dirección de escena: Celia León
Asiste uno al recital poético de Luz Pichel en La Abadía y, nada más acceder a la sala, se encuentra con un escenario teatral. No lo es solamente por la sala, sino por la disposición de los elementos que lo ocupan. Tres objetos dispuestos en tres alturas: una silla, una maleta y un banco. Al fondo, la imagen de una ventana con el color de las viejas fotografías en la que, difuminada, aparece una foto de familia que resiste al duelo con el tiempo.
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Uno espera un recital de poesía (y lo es) y se topa con un espectáculo teatral (y también lo es). Aparece Luz Pichel (Alén, Pontevedra, en 1947). La de Pichel es una lírica desatada de normas y juicios. Escribe sin miedo, como si fuera la suya la voz de un corazón que busca la luz. En sus versos se entrelazan el pasado y el presente, el gallego y el castellano, la consciencia y el inconsciente, la oralidad y la escritura. Porque Pichel sabe leer sus versos; porque la poesía es palabra alada y no incrustada en el papel. Quizá sea en el uso de la sintaxis donde mejor se aprecia esta lucha contra el “mezquino idioma” que mantiene la autora. Dice:
...el nogal nació hace setenta y cinco años hace doscientos años hace dosmiles hace docemiles hace miles de miles de miles de años y aún es nogal tú no De ALÉN ALÉN (La Uña Rota)
A menudo es el propio pulso del sonido el que manda en el verso:
Iela alí alí alí alí de pé ó fríu ó fr ofr ofr óóóffffff De CO CO CO U (La Uña Rota)
Conocedora de la obra de Pichel, la directora de escena, Celia León, monta una representación cuyo afán es, como siempre sus creaciones, someterse al texto. Así ocurre con el espacio escénico, por el que se mueve la poeta como si fueran planos de su consciencia y de su obra.
Pronto aparece en escena una intérprete, Luz León, que acompañará a Pichel a lo largo de toda la función. “Poeta niña y bailadora”, como se recoge en la ficha técnica de la obra, la actriz establece con la autora un vínculo escénico que las atrae y las aleja continuamente, como si navegaran por el mismo mar, pero una nadara y la otra buceara. Se acercan, se alejan, se replican y corean. Sería fácil pensar que la “niña” es el pasado de la propia Luz Pichel, pero es también es la consciencia que se irrita y se asombra, que se enternece y se indigna. La expresividad de la jovencísima Luz León vibra en cada parte de su cuerpo. Todo en ella parece estar dotado de arte escénico: la voz, las manos, los movimientos todos. Canta, baila, grita, susurra, medita, se exalta, se abate. Entre la adolescente intérprete y la poeta se entabla un vínculo que, trazado por la dirección de escena con delicadeza y mucha artesanía teatral, solo puede entenderse con las tripas. En un momento de alto vuelo lírico y escénico, que tal vez expresa mejor que ningún otro el vínculo que las une, la actriz baila el recitado de un poema.
Las transiciones entre unos versos y otros son finas como hilo de araña. Apenas perceptibles, el espectáculo, más que un recitado de versos concatenados, es un recorrido que se libera del tiempo y que conecta unos poemas con otros en un intrincado sendero que solo se atiene a la lógica de lo ilógico. Porque, en realidad, así es todo el espectáculo. El espectador, poco a poco, se va adentrando en el universo de Luz Pichel por medio de la suspensión de la razón. Se abandona la parte consciente y se abren los poros todos de la sensibilidad.
Y todo ayuda a ello, como la iluminación y el sonido. Juegan un papel esencial el espacio sonoro y la música, creación de Carlos Cuéllar. Mereciera un análisis de mayor detalle cómo subraya, ensalza y enlaza los muchos momentos de la representación. Diríamos que, si toda la obra es un viaje por el mar, el sonido son olas en que nadan Luz Pichel y Luz León.
Así transcurre este recital, que lo es, y esta representación teatral, que también lo es. Llega el final con la unión de las dos “Luces”: Pichel y León, en una escena, réplica de otra anterior, en la que la poeta recita acariciada por su “otra luz”.
Sale uno de esta función un tanto desconcertado, pensando en cómo analizar lo que acaba de ver, hasta que descubre que, como ocurre con todas las cosas delicadas, es mejor no tocarlas, porque, si las tocas, se rompen.
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