“¿Qué es esto que me aprieta el pecho? ¿Mi alma que quiere salir a lo infinito, o el alma del mundo que quiere entrar en mi corazón? Rabindranath Tagore (Premio Nobel de literatura del 1913). Hace ya tiempo que la academia de los premios Nobel viene dando muestras de regirse más por la fama, por la notoriedad del elegido y, con toda seguridad, por las presiones tan conocidas en el mundillo de los galardones, provenientes de quienes, interesados en favorecer a determinados aspirantes, no necesariamente los que se acreditan como más merecedores de obtener el premio, cometen verdaderas pifias en la elección de los que resultan vencedores del certamen.
Seguramente, de toda la larga lista de personalidades que fueron galardonadas con el premio Nobel de la paz, los que se otorgaron con más justicia fueron los de los años 1914 a 1916, ambos inclusive en los que, por circunstancias obvias (la I Guerra Mundial) dejaron de otorgarse. Tampoco se entregaron durante el periodo 1939 al 1943 inclusive (II Guerra mundial) En 1964 se le otorgó al activista negro norteamericano, Martín Luther King, por su labor en la defensa de los derechos civiles de las gentes de color. Incomprensiblemente en el año 1973 se les concedió ex equo a Henry Kissinger y el Norvietnamita LeDúc Tho por el Acuerdo de París donde se escenificó la poca afortunada actuación de los EE. UU en su enfrentamiento con Corea del Norte ante los comunistas sanguinarios, que utilizaron toda clase de trucos y salvajadas para eliminar a sus enemigos. Hay que decir que los militares americanos tampoco se quedaron cortos en su utilización de las bombas napalm. En 1994 volvieron a fallar en la elección, cuando le concedieron al terrorista palestino Yasser Arafat y al propio Isaac Rabin, israelita, ambos guerrilleros que se habían dedicado a la destrucción de sus adversarios judíos y palestinos respectivamente.
En el 2001 se le concedió al secretario general de la ONU, Kofi Annan a pesar de que, un general canadiense, lo acusó de ser el principal responsable de la inacción de la ONU, en Ruanda, durante el genocidio(cuyo balance se calcula en 800,000 muertos, esencialmente miembros de la etnia tutsi, entre los que también se cuentan opositores pertenecientes a la etnia hutu).Un escenario prácticamente idéntico se reprodujo en Bosnia, donde las fuerzas bosnio-serbias tomaron como rehenes a 400 soldados de la ONU. Kofi Annan no respondió entonces a los llamados del general Bernard Janvier y permitió así la ejecución de masacres que ya eran previsibles. Una curiosa forma de premiar a un hombre sobre cuyas espaldas existía el estigma de no haber actuado en defensa de aquellos que fueron vilmente masacrados por cuestiones de etnia.
Otro de los premios Nobel de la paz, concedido con una frivolidad inusitada, fue el que se le concedió a Al Gore en el 2007, por sus presuntos esfuerzos por luchar contra el cambio climático, Sin embargo, era poseedor de extensas propiedades donde, al parecer, no se respetaban aquellas prácticas encaminadas a erradicarlo del mundo. Otro de los graves errores de los encargados de conceder los premios, más interesados en promocionar a aquel popular personaje que de investigar si, efectivamente, se merecía el galardón. Pero donde rizaron el rizo de la incompetencia y del más absoluto descrédito fue cuando le concedieron, al señor Barack Obama, el premio de la Paz cuando apenas había tenido tiempo de asumir la presidencia de los EE. UU y sin que, en realidad, hubiera hecho más que anunciar lo que pretendía llevar a cabo.
La coronación de lo que se puede designar como el principio de la desacreditación de los Nobel y de quienes tienen la función y obligación de ocuparse de otorgarlos a quienes sean los verdaderamente merecedores de conseguirlo, ha tenido lugar, precisamente, en los premios de este año 2016, en el que los suecos han vuelto a demostrar su falta de criterio, cuando le han concedido el Nobel de la Paz al señor Juan Manuel Santos de Colombia. Una vez más se han dejado llevar por la prensa, por la fama, por la actualidad más que por las cualidades de aquel a quien le han otorgado el premio, en teoría, por “sus grandes esfuerzos para finalizar la guerra civil de más de 50 años en Colombia”. En esta ocasión su falta de previsión y su tendencia a favorecer a estos personajes, aparentemente pacifistas, les han llevado, una vez más, a cometer una equivocación en el elegido. En realidad, el presidente de Colombia lo que está intentado es cubrir sus errores de gobierno, pretendiendo colgarse la medalla de haber sido quien ha concluido con la guerra con las Farc, pero, como ha demostrado el resultado del referendo para decidir si se aprobaba el acuerdo, lo sucedido fue que, en el documento sometido a la aprobación del pueblo, se les daba a los guerrilleros todo lo que pedían, incluso la garantía de 10 puestos en el Parlamento de la nación, con la particularidad de que todos se salían de rositas, por muy graves que fueran sus deudas con la justicia. Un Nobel inmerecido para un sujeto que, en beneficio propio, ha preferido pasar por alto la Justicia que reclamaban las víctimas de los guerrilleros, en aras de conseguir, a toda costa, una paz que le beneficiaba a sus aspiraciones políticas.
Y ahora, señores, como colofón a toda esta serie de equivocaciones, los señores de la academia sueca han incurrido, una vez más, en la equivocación de confundir canciones y sus letras, más propio de las artes musicales, con verdaderos méritos literarios como, por ejemplo, los que acreditaron las personas con cuyas frases he encabezado este comentario. Han confundido fama, méritos como cantante y trayectoria artística, de los que indudablemente anda sobrado el señor Bob Dylan, a través de toda su brillante carrera musical y, como letrista de sus canciones y otra, muy distinta, sea que esté por encima de todos los literatos que estaban en la lista de posibles merecedores de este premio Nobel. Al parecer, estamos en unos momentos en los que, por encima de los posibles méritos de las personas que aspiran al galardón, se valora su currículum, su fama mediática, su indudable dominio de los escenarios y, en este caso, sus méritos como músico; olvidándose de que se está hablando de un premio esencialmente literario en el que se deben tener en cuenta factores que, por supuesto, nada tienen que ver con la música y sí con la belleza del lenguaje, la profundidad del tema a tratar y todas aquellas facetas que diferencian un género del otro.
Sin restarle ningún mérito al señor Bob Dylan, una vez más, hemos llegado a la conclusión de que, los encargados de otorgar estos premios Nobel, deberían ser personas capaces de distinguir las particularidades de cada uno de los premios que otorgan en cuanto a una determinada materia porque, es muy posible que, de seguir por estos derroteros acaben por otorgar un premio literario a un físico que haya escrito un tratado sobre el Big Bang.
O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, sin querer pontificar ni pretender otra cosa que emitir una opinión particular, nos agarramos a aquel dicho de “zapatero a tus zapatos” para intentar que se mantengan, como debería ser, los principios que han venido rigiendo hasta hace poco, de modo que cada premio emitido por la academia sueca, se adapte a la materia sobre la que se debe juzgar, sin entrar en la tentación de, como hemos dicho en el título de este comentario, intentar mezclar churras con meninas, una práctica que, sin lugar a dudas, no garantiza, ni mucho menos, que el resultado sea el mejor de los posibles.
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