Fusión calibrada del cine de autor francés con el gore más Carrie, por citar una película que se ha asociado como referente de ésta, Raw (o Grave), el debut de Julia Ducournau presentado en Cannes, consigue integrar -y expandir- el género dentro un drama de iniciación que lleva a su protagonista (Garance Marillier) de niña a mujer, canibalismo mediante.
Que nadie se lleve a engaño con el título de la película. Raw (Crudo), no es un film despojado y austero. Ducournau apuesta por el uso múltiple de ralentizados, tomas videocliperas y música a raudales que, lejos de banalizar el conjunto, y lejos también de los excesos formales de un Gaspar Noé, aportan una energía vibrante y juvenil a una historia que, por otro lado, asienta su fortaleza en el dibujo íntimo de las vivencias de Justine en relación a su cuerpo, al cuerpo de otros y a su apetito -culinario y sexual-.
Ambientada en una crepuscular facultad de veterinaria en donde los alumnos mayores someten a truculentas novatadas a los recién llegados -desprotegidos de la tutela de unos profesores que parecen siempre ausentes-, el espacio se convierte en la perfecta metáfora del conflicto que asola a Justine después de verse obligada a comer riñones crudos de conejo, en un rito iniciático que rompe su estricto vegetarianismo. Desde ese momento, un voraz apetito por la carne, de cualquier ser vivo, se apodera de Justine que se verá estirada por los polos opuestos de la animalidad (representada por su hermana Alexia) y la humanidad, por las tensiones entre el sexo y el amor, el cuerpo y la conciencia.
Llena de episodios reconocibles en la vida de una mujer joven: la inquietante depilación de las ingles, la relación difusa con el amigo gay (Rabah Nait Oufella), la fascinación por una figura dominadora femenina mayor (la hermana, Ella Rumpf) o el miedo a la expresión de la propia sexualidad -elemento de potencial deriva animalesca-, Raw es, de alguna manera, un festín psicoanalítico de los terrores femeninos juveniles que recoge esos miedos y los convierte en un ansia desbocada (de sangre, carne, intensidad, pérdida, destrucción, orgasmo), que trasciende la propia enumeración, la trama e incluso la metáfora. Ahí es donde la película encuentra sus mejores momentos, en el desquiciamiento de su protagonista y su expresión salvaje de su diferencia y de su transformación, más metamorfosis que simple cambio de ciclo vital.
Tentada de caerse, por momentos, del lado del formalismo epatante, Raw se mantiene fiel a la fragilidad de su personaje, a los gestos poderosos de Garance Marillier, a una vibración brutal y sucia que es la que parece, realmente, mover la cámara y dictar los tiempos.
Ducournau, nacida en el 83, coloca en su película la pulsión híbrida de una generación que ha crecido, desprejuiciadamente, con el cine tanto de Oliver Assayas y los hermanos Dardenne, por poner dos ejemplos de cine francés, como con la influencia de Cronemberg, Lynch o Ruggero Deodato, entre muchos otros.
El acierto de la directora francesa es el de quien ha devorado todo ese cine y ha sido capaz de digerirlo, reordenarlo en su propia sangre, filtrarlo a través de sus propios riñones y luego sacarlo a través de su personal lengua y corazón.
A pesar de un innecesario giro final que sacude, por unos instantes, la sólida construcción del desarrollo, Raw no deja de ser material de alto voltaje, electrocutando un imaginario al tiempo realista y onírico, un paisaje de grises y marrones salpicados de rojo vivo, sustancia, en palabras de la propia directora, de (buen) cine mutante.
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