El arte, tristemente, está en muchas ocasiones salpicado de farsa. Cuanta más probabilidad de que el público de la zona donde se muestre el arte tenga falta de información sobre lo que se va a exponer por parte de los artistas, menos vergüenza y más atrevimiento habrá respecto a lo que enseñen esos farsantes del arte.
No es lo mismo, por mucho que estimemos nuestro territorio, estrenar en Broadway que en Villanueva de los Infantes (con todos mis respetos). La falta de datos en nuestro bagaje cultural juega a favor del impostor, y esta carencia de información detallada, muchas veces, no nos otorga el suficiente saber para formarnos una crítica coherente; y esto, como no puede ser de otra manera, nos acobarda para sentenciar y nos lleva a decir sí a la falsedad, y tragárnosla y digerirla.
En ocasiones nos merendamos cosas que están muy bien adornadas, pero en realidad son una pantomima de lo que anuncian, espectáculos que adulteran exponiendo mucha inexactitud y flojera sin importar si es cosa honesta, y lo hacen con la plena confianza que les da el saber que la mayoría de la gente no tenemos criterio suficiente para descubrir el engaño.
El tramposo, amparado en el perdón que suele otorgar nuestra sociedad al negocio que bien funciona y al éxito individual, no se avergüenza de poner en práctica su truco, incluso se enorgullece de lograr que su farsa artística funcione en pos de un buen negocio.
Existe una cita que dice así: «El ser diestro en alterar la percepción de la realidad es suficiente para poder vivir del arte sin esfuerzo y sin vergüenza».
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