Mucho se ha hablado y se sigue hablando sobre el machismo; particularmente, y de forma creciente, desde hace unos quince años. Tanto es así, que, hoy en día, rara es la falta, la infracción o el delito perpetrado por un hombre en relación con una mujer que no sea calificado como “machista”, independientemente de las motivaciones, y no, precisamente, por parte de las asociaciones feministas —que llevan décadas luchando por la igualdad entre hombres y mujeres, no por la exclusión del hombre de la vida pública—, sino por el “wokismo” LGTBIQ+, autoconstituido, las más de las veces, en el referente único de la ética antropológica, con sus sanedrines inquisitoriales, económicamente bien lubricados, que tan pronto elevan a los altares como lapidan o mandan crucificar a mujeres y a hombres (sobre todo) que no les bailan el agua con notorio entusiasmo. Así, dictan providencias de escarnio y humillación pública, sin más criterio que la voluntad de hacerlo, contra este o aquel por, por ejemplo, ponderar la racionalidad por encima del sentimentalismo, modifican el lenguaje a su antojo, dan carnets de mujer discrecional, cuando no arbitrariamente, cancelan la realidad del sexo y la sustituyen por el concepto de género (desfigurando a la mujer, que pasa a ser casi una entelequia), distorsionan y deforman, primero, y corrompen, después, el feminismo, porque les supone una amenaza, promueven la homosexualidad como condición moralmente superior a la heterosexualidad, porque, a su juicio aquella es elegida, mientras que esta es impuesta socialmente, o revisan la historia con efecto retroactivo, de modo que censuran, suprimen o exageran hasta lo grotesco el pasado a conveniencia.
Todas las actitudes y las actuaciones machistas son realmente deleznables, pero no por prejuicios sensibleros, por dictamen de cualquier colectivo, por popularidad o por moda, sino porque, como todo desafuero, en sí mismas, constituyen una afrenta intolerable a la humanidad y, consecuentemente, a la racionalidad que rige el derecho natural, a la verdad. Y toda expresión de machismo −como, en general, de cualquier abuso que preconiza la superioridad frente a la igualdad− tiene un fundamento común, la soberbia, cuya manifestación, en el asunto que nos ocupa, entre otros, es la ostentación: el machismo no es sino un comportamiento en el que se hace patente la ostentación de la condición de varón heterosexual, situándola en relación de preeminencia y supremacía con respecto a otras. De ello, se colige que el medio lógico de hacer frente a semejante agravio −además, naturalmente, de la aplicación escrupulosa de una legislación justa e igualitaria, equilibrada− es el de educar en la humildad y la sencillez, que, inequívocamente, conducen a la igualdad; de forma tal que, de inicio, se genere un rechazo sin ambages a la exhibición de la naturaleza íntima del individuo como medio de amedrentamiento, como justificación para la injusticia o el atropello, hasta que los procederes que lo alimentan resulten de todo punto inconcebibles.
Ahora bien, si el deseo de desterrar la desigualdad es sincero, la solución para erradicar el machismo no puede ser sustituirlo por una ideología emocional y análogamente abusiva, aunque de signo contrario, en la que se haga ostentación explícita, patente y oficial de la homosexualidad, la transexualidad o de la feminidad, entre otras condiciones, como medio de envilecer revanchistamente la heterosexualidad o la varonilidad, respectivamente, porque, entonces, lo único que habrá variado es quién adquiere el “derecho” de ejercer la brutalidad. Dicho de otro modo, la injusticia cambiará de bando como venganza por los excesos pretéritos, lo que, indefectiblemente, degradará las relaciones sociales, dando lugar a enfrentamientos infundados que, como es habitual, solo beneficiarán a determinadas élites, aunque sean otras distintas de las anteriores.
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