Tras haber visto y oído la comparecencia pública que Donald Trump y James David Vance dieron premeditadamente a la limón el pasado 1 de marzo en el famoso despacho oval de la Casa Blanca con la presencia de Volodímir Zelenski en el papel de saco de boxeo sin traje ni corbata listo, por tanto, para ser vapuleado sin piedad —una mezcla de tragicomedia y de teatro de títeres de cachiporra—, no supe qué pensar en un primer momento, impactado o, más bien, escandalizado ante la desinhibida explicitud en el ejercicio del autoritarismo, ante tamaña obscenidad: dos matones zurrando sin complejos al más débil con evidente satisfacción y esperando un reconocimiento público de su buen hacer. No sé muy bien qué pretendían. Supongo que el objetivo sería alardear ante el mundo de ser los poderosos campeones de la paz —con esa brutal simpleza de chulescos tahúres de vapor del Misisipi (“No tiene las cartas en la mano en este momento”) que les va caracterizando cada vez más y de la que se ufanan casi a diario—, que, en el caso que nos ocupa, se traduce en forzar a Zelenski a ver, oír, y callar, excepto para someterse, inerme, sin titubeos ni reproches, a la falacia infame de que paz y derrota impuesta son lo mismo. En todo caso, fuera cual fuera la intención de los dignatarios norteamericanos, lo cierto es que la imagen que proyectaron no pudo ser más “europeamente” nefasta.
Tengo entendido que, por el contrario, la reacción de la mayor parte de la prensa norteamericana y, a decir de esta, del pueblo es favorable a la actitud mostrada por su presidente y su vicepresidente. Si es así, imagino que el motivo será similar al que provoca la desaforada excitación que se observa en el público que masivamente asiste en este país a los espectáculos de lucha libre o a los partidos de hockey sobre hielo, en los que, según me ha parecido, la grandeza del espectáculo es directamente proporcional a la intensidad y a la crueldad de la violencia empleada, sobre todo si se ceba con el desfavorecido, cuya fragilidad y decaimiento, por lo general, procede, como en el universo Marvel, del hecho de no ser estadounidense, lo que, además, tiene como consecuencia en numerosas ocasiones ser malvado. ¿Una prueba?: la Unión Europea se creó “para joder a los Estados Unidos”.
De todo esto se colige que los europeos debemos ser castigados por aprovechados, por desaprensivos, por oportunistas, por ventajistas, por burócratas…, pero, sobre todo, por pusilánimes, porque, casi todo se puede dispensar, pero ser “testosterónicamente” flojo es absolutamente imperdonable bajo la lupa de la ley del más fuerte, aunque este se declare cristiano. Y no seré yo quien defienda aquí la ejemplaridad de los europeos en cuanto a laboriosidad, perseverancia o eficiencia, ni tampoco sostendré de ninguna manera que tengamos algún tipo de supremacía moral, ni atisbo alguno de una mayor sinceridad o algún rasgo de conmiseración o de solidaridad real superior de modo generalizado respecto a otros pueblos. Lo que sí haré es constatar que tenemos una historia mucho más extensa y, consecuentemente, una perspectiva más amplia respecto de las consecuencias de nuestras decisiones y las de nuestros socios culturales. Y, por poner solo dos ejemplos respecto a esto, creo oportuno recordar que, cada vez que los actos electivos de los europeos han sido equivocados, las consecuencias han sido mundialmente catastróficas y, por otro lado, que, siempre que Rusia, después de la revolución bolchevique, ha aplaudido, como en este momento, las medidas adoptadas por un país occidental, es que estas han sido, sin género de duda, nefastas para nuestros intereses y para los de todas las democracias liberales.
En todo caso, al menos de vez en cuando, conviene acudir a nuestros orígenes éticos comunes para no perdernos. Por eso considero pertinente plasmar aquí lo que, en el Antiguo Testamento, en concreto en el Libro del Eclesiástico (27, 4-7), que forma parte de la Biblia católica (al igual que la fe de Vance), se manifiesta sobre la trascendencia de las palabras, que, quizá, pueda ser una reflexión interesante para los actuales dirigentes de Washington: “Cuando se agita la criba, quedan los desechos; así, cuando la persona habla, se descubren sus defectos. El horno prueba las vasijas del alfarero, y la persona es probada en su conversación. El fruto revela el cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona. No elogies a nadie antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona.”
Veremos lo que sucede, pero, si el matonismo, como es previsible, gana, será a los puntos, no por KO.
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