Hay una verdad incómoda que muchos prefieren ignorar: la justicia no es ciega, es selectiva. Para algunos, es una mercancía, un servicio premium con tarifas exclusivas, para otros, es una trampa en la que caen por no poder pagar el precio de la inocencia. En este juego de balanzas desequilibradas, los poderosos se pasean con impunidad, mientras los obreros, los humildes, los ciudadanos de a pie, cargan con el peso de la ley en su versión más despiadada.
En la teoría, la justicia es igual para todos. En la práctica, la diferencia entre la libertad y la cárcel suele medirse en la cantidad de ceros que tenga una cuenta bancaria. Un empresario corrupto acusado de fraude puede pagar a un equipo de abogados que dilate su caso durante años, hasta que la sociedad olvide, los jueces cambien o las pruebas pierdan fuerza. Mientras tanto, un trabajador que no puede afrontar una multa de tráfico, ve cómo su deuda crece con intereses y, en el peor de los casos, termina embargado o en la cárcel por impago.
Las leyes que parecen justas en el papel tienen un enemigo invisible: los vacíos legales, accesibles solo para quienes pueden permitirse explorarlos. Los grandes despachos de abogados, algunos, no buscan justicia, buscan caminos para que sus clientes eviten el castigo, y lo consiguen.
Para el ciudadano común, un simple error burocrático puede ser devastador. Un papel mal firmado, una declaración de impuestos con una cifra equivocada o una factura sin pagar, puede convertirse en una pesadilla legal. Mientras tanto, un político que ha robado millones recibe penas simbólicas, cuando no un indulto, porque el sistema ha sido diseñado para protegerlo.
La criminalización de la pobreza es un hecho. La misma sociedad que perdona a un banquero por desfalcar un país, un futbolista por no declarar los ingresos, y muchos más ejemplos, encarcela a una madre por robar en un supermercado para dar de comer a sus hijos. Quien no tiene dinero para defenderse, ni contactos para que le perdonen, es quien termina pagando las cuentas que otros dejan pendientes.
Los casos de grandes empresarios, celebridades o políticos que evitan la cárcel tras cometer delitos graves, no son excepciones, son la norma. Basta con observar cómo los juicios contra ellos se dilatan, cómo las pruebas se pierden, cómo las penas se reducen a multas irrisorias. En cambio, un obrero con el que se comete un error burocrático, puede ir a la cárcel, hasta que no se descubre que ha sido solo un error, pero recibe todo el peso de la ley, sin excusas, sin matices, pero como se le recompensa a esa persona, con absolutamente nada.
¿Y qué ocurre cuando la sociedad se indigna? Nada. La maquinaria del poder sabe apagar incendios con estrategias mediáticas: desvían la atención, compran titulares, crean nuevas polémicas para que la memoria colectiva olvide el escándalo anterior.
También algunos abogados, saben muy bien bordear la ley, dando una interpretación distinta, de modo que, sin salirse de la línea roja, esculpan, engañan y, en una palabra, juegan con la propia ley, mostrando que todo se refleje de forma correcta, pero en la realidad no es así, ellos la hacen parecer correcta.
La historia demuestra que cuando la injusticia se vuelve insoportable, el pueblo reacciona. A veces son protestas, otras veces revoluciones, pero el cambio solo llega cuando la gente se da cuenta de que la ley no es más que un instrumento del poder. Mientras sigamos creyendo en la mentira de una justicia equitativa, nada cambiara.
El problema no es la ley en sí, sino quién la aplica y para quién. Y hasta que no exijamos que se rompa este ciclo de impunidad para los ricos y castigo para los pobres, seguiremos viviendo en un mundo donde la verdadera justicia no es un derecho, sino un privilegio que solo unos pocos pueden comprar.
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