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Efecto humanoide en la cultura de las redes

Avatares e historias personalizadas, a la carta, ponen en vilo a los abogados especializados en derechos de autor, pues la reproducción es infinita e instantánea
Paula Winkler
lunes, 7 de abril de 2025, 09:44 h (CET)

El presidente ejecutivo de “Open AI” –inteligencia artificial- informó que, en una hora, había aumentado un millón de usuarios al sistema de la aplicación “ChatGPT”: furor por crear dibujos para ser usados como perfiles en las redes, muchos similares a las que produce el estudio Ghibli –una célebre productora de animación japonesa-.


Avatares e historias personalizadas, a la carta, ponen en vilo a los abogados especializados en derechos de autor pues la reproducción es infinita e instantánea. 


Lo que preocupa, además del tema jurídico relacionado con tales imágenes fijas (o en movimiento), es lo que puede haber detrás de este singular proceso de resignificación personal por parte de los usuarios, que prefieren identificarse con un dibujo animado a postear su foto en las redes o no postear nada, remitiéndose solo a sus comentarios en foros y demás plataformas digitales.


Para la ciencia computacional somos algoritmos, para la vida y las ciencias humanas, sujetos. En filosofía se suele aludir al “ser lingüístico, político, hermenéutico”… Consecuentemente, la pregunta sería a qué grado de confusión entre ficción y realidad hemos llegado, para que un adulto (cuando menos en edad y experiencia de vida) quiera reinventarse mostrando a los demás un código visual que no le pertenece y lo asimila a un humanoide. Sabemos del anonimato o simulación de cuentas y perfiles en foros y redes que a menudo causan estragos. Lo curioso es que se trata de exponer humanoides en representación de sujetos sintientes humanos. Bellos o perfectos en diseño. 


Quizás este fenómeno responda a un hartazgo generalizado de la palabra devaluada o a tomar distancia con uno mismo u ocultarse. Aunque no habría que negar la explosión incontrolable del imaginario en las sociedades de la época: prima lo indicial (adicción a la “literalidad”) y lo icónico (se prefieren las formas al símbolo, que participa de los dos caracteres anteriores pero que suma códigos de valor).


En el cine de animación, estas imágenes visuales (fijas o en movimiento), igual que los avatares tomados de los vídeojuegos, son estudiados por las escuelas cognitivas, estructuralistas y todas las versiones semiopragmáticas, en controversia con las puramente lingüísticas, pues el siglo pasado nos proporcionó una profundización de la semiología y los estudios culturales. Así, esta especie de producción sabemos que constituye un intercambio de signos, que incluyen, voz, música, color y vestuario.


Lo que destaca en el género es el entrecruzamiento entre el mundo animal y el humano (la pandilla de don gato, la pantera rosa, el pato Donald, etcétera), que utiliza patrones de conductas, cuyos roles se atribuyen a figuras no humanas simpáticas e imitables con algún fin, propio de los humanos (la justicia, la riqueza, la persecución entre bandas, el triunfo de la naturaleza y tal). Como el documentalismo, la postmodernidad nos dejó la posibilidad del mestizaje artístico.


Sin embargo, las imágenes de animales o humanoides se originan para un público infantil (luego vendrá la caricatura y el animé para adultos): los niños construyen su propia imagen gracias a juegos de rol, con un rango de actividad que se destaca por involucrar a estos participantes en la simulación de hechos o acciones. Por ello, estas producciones poseen un arte hiperregulado (aunque la impresión al tomar contacto con la historia y las imágenes lo disimule –he ahí la maravilla).


Hoy existen programas digitales que evitan la manualidad de las acciones del dibujo paso a paso y el seguimiento artesanal con la cámara de antaño. Esto no quita que se trata de productos de una gran complejidad en código y signos. La paradoja: los usuarios (muchos, adultos) reducen estas imágenes a un mecanismo subjetivo que denota la simplificación en el razonamiento de un chico, apegado a los signos icónicos, como es natural, y a los que transforma en marcas semánticas de sí mismo, casi de modo automático. Lo hace porque, precisamente, es un infante...


Aunque el acuerdo de Berna no proteja estilos sino productos concretos, aquí además del derecho de autor, están en juego la razonabilidad y el sentido común de los sujetos en la cultura de las redes. ¿O no? (Les dejo la inquietud). 

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