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La Iglesia en salida: Francisco y el rostro femenino de la vulnerabilidad

M. Izaskun Fernández, Gipuzkoa
Lectores
sábado, 26 de abril de 2025, 11:40 h (CET)

En un tiempo marcado por la fragmentación social, la indiferencia hacia los más pobres, la destrucción del planeta y una inversión desproporcionada en la guerra en vez de en la paz, la voz del Papa Francisco resuena como un eco incómodo del Evangelio. No un evangelio domesticado, sino aquel que incomoda, que llama a salir de uno mismo, como escribió en Evangelii Gaudium, para “tocar la carne sufriente de Cristo en el pueblo”.


Francisco ha insistido una y otra vez: no se puede hablar de justicia sin hablar de mujeres. No es un discurso nuevo, pero sí profundamente evangélico. En sus textos —desde Fratelli Tutti hasta Laudato Si’— subyace una intuición: la injusticia no es neutra. Tiene rostro. Y, con demasiada frecuencia, ese rostro es femenino.


La teóloga Joan Chittister se preguntaba con valentía: “¿Se puede ser cristiano sin ser feminista?” No como ideología, sino como opción radical por la igualdad querida por Dios. La misma pregunta que parece latir bajo las palabras de Edith Stein, María Zambrano o Simone Weil, mujeres que supieron entrever que la vulnerabilidad humana, aunque común a todos, golpea con más crudeza cuando se es mujer.


La propuesta de Francisco va más allá de la mera inclusión de mujeres en estructuras eclesiales; toca la raíz misma del Evangelio: “Dios creó al ser humano a su imagen, varón y mujer los creó” ( Génesis 1,27). No como opuestos, sino como iguales. En la economía de Francisco —no solo la que lleva su nombre, sino aquella que nace del espíritu de Asís— las mujeres no son beneficiarias, sino protagonistas de la transformación.


“La Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares”, escribió en Evangelii Gaudium, pero lo más importante no estaba en esa afirmación, sino en la llamada posterior: “a que se amplíen los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia”.


No se trata solo de “espacios”, sino de reconocer el silencio estructural al que ha sido condenada la mitad del pueblo de Dios. Y también del mundo. Porque si, como él insiste, la Iglesia es un hospital de campaña, ¿cómo puede atender a los heridos sin escuchar las voces de aquellas que han sido heridas por dentro y por fuera del templo?


Recuerdo cuando participé en Santiago de Compostela bajo el lema La Iglesia en salida: salir de la enfermedad. Allí, muchas mujeres hablaban de sus heridas: las del abandono, del silencio, de la obediencia impuesta, pero también de su deseo profundo de sanar juntas. Como discípulas de la primera en salir al encuentro del Resucitado: María Magdalena.


Tras ese congreso en Santiago, emprendí un viaje a Roma. No solo un viaje físico, sino espiritual. Tuve la oportunidad de conocerle, de estrechar su mano. Sentí, en lo personal, la fortaleza de la cruz reflejada en su presencia, y en su sonrisa y gestos, el mensaje profundo de la esperanza. No era un encuentro protocolario; fue el testimonio vivo de un pastor que carga con el peso de un mundo herido, y que, sin embargo, sigue creyendo en la posibilidad de una Iglesia que sea hogar para todos, sin exclusión.


Francisco no ha cerrado esta herida, pero la ha señalado. Y eso es ya un acto profético. Alguien deberá continuar ese camino. La teología que deje tras de sí, tejida de justicia social y misericordia, será inconclusa si no refleja la inclusión plena de las mujeres, reconociendo que en Cristo, todos somos uno.


“Una fe que no entra en las estructuras del pecado para transformarlas no es fe”, diría Gustavo Gutiérrez. Francisco lo ha comprendido. Y quizás por eso, en medio de una sociedad que margina la ternura, que descarta la vida, que comercializa la dignidad, él sigue hablando de una Iglesia madre, y no madrastra.


Nos queda la pregunta: ¿quién tomará el testigo de esta teología en salida, profundamente femenina en su cuidado, en su indignación, en su esperanza? La igualdad y la libertad no son metas ideológicas. Son nombres que Dios pronunció sobre nosotras y nosotros al crearnos.

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