Hace cinco siglos, mientras Europa olía a pólvora por todas partes y también a herejía y a pandemias como la peste, un tipo flaco con barba de profeta se entretenía en sus ratos libres dibujando triángulos y jarras que escupían arena.

Detalle de documento original de Leonardo Da Vinci y grabado con su imagen
El hombre de Vinci
Se llamaba Leonardo y nació en Vinci, de ahí lo de Leonardo Da Vinci, el apellido le venía del pueblo, era natural de Vinci, su nación era Vinci, porque nación es el sitio en el que se nace, a pesar de lo que algunos piensen erróneamente. Y el lugar, la verdad es que no era gran cosa. No tenía telescopios ni relojes atómicos, pero sí una cabeza extraordinariamente amueblada que brillaba y brilló en el tiempo como pocas.
El caso es que Da Vinci, mientras diseccionaba cadáveres o ideaba máquinas de guerra que hacían palidecer a cualquier ingeniero moderno, también se topó con la gravedad. Así, sin más, como quien tropieza con una piedra al cruzar la calle y observó cómo los objetos caen, pero no solo eso. Los estudió, los dibujó y los interpretó, casi dos siglos antes de que un inglés con peluca al estilo de la época, llamado Newton, nos viniera a decir que una manzana había caído por obra y gracia de una ley universal que suscribió.
Investigadores del Caltech —gente seria, con bata y acento estadounidense— han estado husmeando en los cuadernos de Leonardo, concretamente en el Codex Arundel. Allí, entre grafía invertida solo comprensible junto a un espejo y notas múltiples escritas al revés, encontraron una serie de triángulos dibujados con una precisión que haría llorar a un matemático. La clave de aquello estaba en un experimento casero en el que entraban en juego una jarra, arena y movimiento. Cualquier niño curioso habría jugado con aquello, pero Leonardo lo convirtió en geometría.
Sabía que, al dejar caer la jarra, la arena formaría un triángulo si se combinaban dos fuerzas: una que empuja la jarra hacia delante y otra que arrastra la arena hacia abajo. Leonardo estaba intentando expresar una idea que no tendría nombre ni fórmula hasta mucho después, lo que intentaba aclarar o aclararse era que la gravedad es una forma de aceleración.
El 97% ya lo tenía Leonardo, así que el mérito de Newton matemáticamente expresado sería el 3%
No parece que acertara del todo con los cálculos, los instrumentos de la época no estaban lo suficientemente evolucionado, pero Leonardo diseñaba sobre el papel y después construía en la materia que fuera menester. En este caso, sin cronómetros ni ecuaciones diferenciales, se acercó peligrosamente a la solución. Según los científicos, la precisión de su modelo ronda el 97 %, un margen más que respetable. Podemos preguntarnos qué habría pasado si aquel genio hubiera tenido más herramientas y menos inquisición detrás.
El asunto es que Leonardo entendió cosas que el resto del mundo tardaría siglos en comprender. Su pensamiento no tenía descanso y su obsesión por medir lo invisible, por registrar lo inasible, lo convierte en algo más que un pintor o un inventor. Era, en el fondo, un tipo que no podía dejar de pensar, un filósofo y un práctico a la vez. Y esto, como bien saben quienes piensan demasiado, es una maldición que rara vez se premia en vida.
Mientras Newton se lleva la gloria y Einstein después en el siglo XX, Leonardo sigue allí, en su Renacimiento, en sus páginas, ya sepias, peleando con triángulos y arenas, presagiando verdades tempranamente.
El experimento la jarra y la arena
El experimento de la jarra y la arena de Leonardo Da Vinci es uno de esos momentos brillantes en los que un hombre del Renacimiento, sin fórmulas modernas ni laboratorios, se las ingenia para rozar una ley física que siglos después se enseñaría en universidades.
Leonardo imaginó un experimento simple con una jarra llena de arena (o de agua), colgada o sostenida de tal forma que pudiera desplazarse hacia los lados mientras soltaba el contenido por un agujero en el fondo.
Al mover la jarra horizontalmente a una velocidad constante mientras la arena caía verticalmente por gravedad, observó que los granos dibujaban en el aire (y al depositarse) la hipotenusa de un triángulo. Es decir, que, se combinaban dos movimientos uno horizontal (de la jarra) y otro vertical (de la caída libre), generando de este modo, una trayectoria oblicua como si la arena “dibujara” una línea diagonal en el espacio mientras cae.
El descubrimiento
Leonardo no tenía el lenguaje matemático moderno ni el cronómetro para medir el tiempo con precisión, pero entendió que:
- Los cuerpos se aceleran al caer y no caen a una velocidad constante. - La gravedad actúa hacia abajo y es constante (o al menos él lo intuía). - Al combinar un movimiento horizontal constante con una caída vertical acelerada, se produce un movimiento compuesto, lo que más tarde se llamaría una trayectoria parabólica.
Este experimento es tan importante porque significaba la base de la física del movimiento tal y como la formulara Galileo un siglo después y Newton, después, al establecer su famosa Ley de la gravitación universal. Leonardo estaba adelantándose a su época casi 200 años, sin más herramienta que la observación aguda, una mente poderosa y una jarra con arena.
La importancia de publicar
¿Por qué no pasó a la historia Leonardo por esto? Sencilla y llanamente, porque no lo publicó y, además, sus notas estaban escritas al revés, en escritura especular, de derecha a izquierda, como si fueran un acertijo para el futuro, podemos entender que lo hacía para proteger el contenido de sus escritos y escribía para no olvidar y para seguir trabajando en los distintos temas de sus investigaciones.
Solo ahora, gracias a investigadores contemporáneos, se están descifrando esas páginas y revelando lo que podría considerarse una primera intuición científica sobre la aceleración gravitacional.
Leonardo fue un genio, un filósofo, un ingeniero, un pintor fabuloso, un arquitecto brillante, etc., al que la vida no trató muy bien pero el futuro le ha puesto laureles sobre sus sienes.
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