En Estados Unidos se produce una tensión en sentido contrario a la turca: se puede simplificar diciendo que jueces federales nombrados por Biden actúan contra decisiones de Trump que derogan políticas de la anterior Administración. Ante la abundancia de casos que llegan de allí estas semanas, no es fácil dilucidar si se trata de unas decisiones fundadas en derecho, entre otras razones, porque el sistema judicial es muy distinto del europeo. Pero todo es posible, por la imagen de arbitrariedad que transmite la Casa Blanca.
Lo cierto es que Trump se ha negado a cumplir lo ordenado por jueces en principio competentes: no ha revocado la suspensión de las ayudas internacionales, ni la deportación de emigrantes sin intervención judicial, ni la supresión de partidas presupuestarias o el despido masivo de funcionarios (también con un régimen jurídico diverso al usual en Europa).
Se podría decir que, desde 2021, existía una guerra no declarada entre Trump y la judicatura, con la particularidad de que el antes procesado e, incluso, condenado, actúa ahora desde la presidencia, con el respaldo de una clara mayoría ciudadana. No es lo mismo protestar si consideras que te juzgan terroristas, o izquierdistas radicales, o paranoicos, que asumir la facultad de establecer el bien y el mal desde arriba –“quien salva su país no viola ninguna ley”-; por tanto, ningún juez debería estar autorizado a pronunciarse contra su Administración: de ahí la petición del impeachment, para la remoción del magistrado federal del distrito de Washington que se atreve a actuar contra las decisiones del presidente.
La situación se ha degenerado tanto y tan deprisa que ha obligado a intervenir al presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, nombrado por George W. Bush en 2005, y más bien partidario del concepto de poder ejecutivo unitario y enérgico, algo que aplaudiría el propio Trump. Pero éste no se esperaba quizá la respuesta de Roberts a la petición de destitución del juez Boasberg, un "juez lunático de izquierda radical, alborotador y agitador": desde hace más de dos siglos está establecido que la destitución no es una solución al desacuerdo respecto de una decisión judicial; para eso está la apelación.
No aceptar contrapesos jurídicos equivale a ejercer el poder de modo dictatorial, a destruir el Estado de derecho. Resulta imprevisible imaginar hasta dónde puede llegar Donald Trump. En todo caso, permanece la posibilidad del improbable recurso parlamentario del impeachment, que el presidente quería aplicar ajurídicamente a un juez. Aunque, por desgracia, el deterioro democrático es más grave cuando los jueces son sicarios del poder ejecutivo.
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