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Platónica solidaridad

A una suerte de hueras y demagógicas declaraciones se reduce la aportación de nuestros representantes políticos
Diego Vadillo López
martes, 22 de noviembre de 2016, 00:13 h (CET)
Ya nos han venido advirtiendo de un tiempo a esta parte Baudrillard y otros de que el halo de irrealidad e impostura que suplantan a la realidad que habría de ser nos obsequian circunstancias como las que refería Andrés Aberasturi en el diario “20 Minutos” el pasado 18 de noviembre (cf. página 23): se preguntaba qué relación tiene el mostrar institucional y humano respeto con la condolencia por el terrible e injusto óbito de una anciana indefensa y sin medios económicos, y ambas cosas con ser más o menos patriota. La demagogia, el oportunismo y el uso torticero de las desgracias, son argucias de muy común uso que los dedicados a la política de hoy y otrora no dudan en emplear en lo que es una práctica absurda, puesto que llena de argumentos y soflamas un vacío de expectativas del mismo modo que se recurre a la banalización de la educación y a la apoteosis de la pose, del vestuario, de la hojarasca… y todo cuando la sociedad demanda menos semiótica de mercadillo y más contenido macizo, aprehensible y útil para tratar de contribuir al bien común.

Los representantes políticos se limitan al gesto mientras se benefician de la situación de privilegio que comporta ser incluido en los puestos descollantes de una lista electoral. Y no conformes con ello, hijos y presos del narcisismo atmosférico que se respira en nuestros días, alardean y buscan estar a toda hora acaparando reductos de protagónica figuración, pues tal cosas es la que en puridad hacen: figurar, si no por qué tanto interés por tener silla en el acto apertura de la nueva legislatura. Todo politiquillo quiere antojársele al ciudadano, sugerente, encantador, eficaz, brillante, caritativo, imprescindible… cualidades cuya ausencia cada vez “canta más por soleares” en los temperamentos de los políticos, dado que entre las (casi siempre interesadas) informaciones de los medios y sus propias meteduras de pata, se ha generado un desolador panorama, puesto que nunca han quedado los gobernantes tan desenmascarados en tiempo real; las revelaciones constatan, no ya la ausencia de talento y la desidia de nuestros representantes, sino incluso numerosas veces los más espurios procederes: las malas artes que portan, muchas de las cuales son las que les han servido para encaramarse en una práctica, la política, así las cosas, ensordidecida sobremanera. Si a eso unimos que, en general, la representación política está en crisis por su paulatina desvirtuación y que, en particular, la función tribunicia (concepto que hiciera célebre Lavau para referirse a las organizaciones erigidas sobre el descontento popular) ha creado auténticos monstruos en las democracias occidentales, solo nos queda avanzar hacia más democracia en sentido esencial (dando entrada al pueblo en la toma de decisiones). En España, por ejemplo, se llevó a cabo la transición a la democracia de corte liberal según parámetros del despotismo ilustrado dieciochesco, quedando el pueblo limitado a encarnar el papel de comparsa aquiescente con los sobrevenidos acontecimientos. Dicho ejemplo pone muy a las claras la dependencia de determinadas tutelas oligárquicas a que en última instancia queda sometida la “soberanía popular”.

Ya advirtió en su momento Veblen cómo funcionan las dinámicas sociales y el desarrollo de estas: “La estructura social sólo cambia, se desarrolla y se adapta a una situación modificada, mediante un cambio en los hábitos mentales de las diversas clases de la comunidad; o, en último análisis, mediante un cambio en los hábitos mentales de los individuos que constituyen la comunidad. La evolución de la sociedad es sustancialmente un proceso de adaptación mental de los individuos, bajo la presión de las circunstancias, que no toleran por más tiempo hábitos mentales formados en el pasado, bajo un conjunto de circunstancias diferentes y que no concuerdan con estas” (cf. “Teoría de la clase ociosa”, FCE, 2002, pp. 197-198). Los políticos, porten el sesgo ideológico que porten, no están para contribuir al progreso, se limitan meramente a permanecer en sus puestos de privilegio durante el mayor tiempo posible hasta que las circunstancias, de uno u otro signo, lo impidan, lo demás importa poco; hoy, por ejemplo, vale con ser activo en las redes sociales, lanzando titulares cuanto más epatantes, o con comparecer a toda hora en tertulias o informativos dando declaraciones ajustadas a un patrón previo impuesto por la organización a la que se pertenezca. Los ejercientes de la política son gentes adaptadas a la dinámica social de cada momento, por ello incluso los que se presentan bajo el marchamo del progresismo no son sino meras fichas del Sistema prestas a perpetuarlo.

La actual política ya no casa, pues vivimos una realidad cada vez más horizontal en el sentido de que se ha demostrado que con una educación universal, pública y gratuita se consigue que el común de la ciudadanía desarrolle talentos en otro tiempo impensados, ya cualquiera puede ser un correcto escritor, un diestro músico, un científico brillante, etc., suponiendo las clases situadas en el orbe legislativo muchas veces una rémora para avanzar hacia una sociedad fraternal en la que no se tenga que idolatrar (valdría con respetar) a una “estrella” de uno u otro dominio por haberlas por miles, discurriendo el talento al servicio de la comunidad, no quedando patrimonializado por unos pocos malversadora y lucrativamente. Como decimos, tal cosa se hace sentir sobre todo en la política, donde ni por asomo están en la mayor parte de los casos los más eminentes de nuestros conciudadanos.

En la política no ha de haber ni “hiperélites” ni modregos sujetos, ambos diferenciados del común, sino que el común ha de cooperar a desarrollar la labor política común.

Los ídolos son cosa de otro tiempo perpetuada por las técnicas de marketing con fines crematísticos.

El profesor Pau-Marí Klose apuntaba en un interesante artículo lo importante que es la igualdad cuando se trata de erradicar la corrupción de un país, toda vez que la desigualdad conllevaría la asunción por parte de las personas de que les es imposible progresar gracias a su aptitud y arresto, lo que les haría al fin entrar por el aro de un sistema en el que la corrupción se antoja inevitable, aviniéndose a interiorizarla: “En un contexto adverso, no renuncian a comportarse de forma deshonesta si se presenta una oportunidad de obtener ayudas, de colocar a sus hijos en los mejores colegios públicos o de enriquecerse. Se mostrarán dispuestas a comprar favores, torcer voluntades o buscar la protección o el apoyo de poderosos” (cf. “Contra la corrupción, más igualdad”, “El País”, 27-9-2016, p. 11). Por ello el profesor apuntaba lo siguiente: “Reducir la desigualdad libera a las personas más vulnerables de dependencias, y las empodera frente a los agentes que se benefician del ‘statu quo’ corrupto” (“Ibid.”), a lo que añadía: “La mejor receta contra la corrupción son las políticas que favorecen la inclusión y la igualdad de oportunidades” (“Ibid.”), recomendando asumir “con cautela las promesas de profetas que nos anuncian la posibilidad de erradicar la corrupción con un puñado de reformas institucionales, regalando los oídos a la ciudadanía indignada” (“Ibid.”).

Vemos cómo el Sistema, cuando es envestido por el toro de la indignación ciudadana, sabe conducir a dicho morlaco con engañosos capotazos hacia los medios para que acabe contribuyendo al espectáculo hasta que, merced a ir perdiendo fuerzas paulatinamente, fenezca.

Hay partidos que se quieren presentar como más solidarios que otros con las des-gracias de los desfavorecidos en uno u otro orden enunciando o denunciando estas, si bien de manera cosmética en una mayor medida, para no perder credenciales, siendo otras gentes, ajenas a la política partitocrática, las que, en arreglo a sus posibilidades, hacen de la solidaridad algo efectivo, yendo más allá del mundo de las ideas… yendo más allá del platonismo torticero.

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