El pasado nueve de enero falleció en Bogotá Manuel Elkin Patarroyo. La noticia me saltó esa misma tarde y cuando llegó la hora de los noticiarios, encendí la televisión con la seguridad de que darían cuenta del suceso y así poder conocer más detalle del luctuoso acontecimiento. Para mi sorpresa, ni ese día ni en los siguientes se dio cuenta alguna del hecho; tan solo, si acaso, algún breve apunte en los diarios digitales. Patarroyo fue un médico colombiano, dedicado al estudio de la inmunología y fue el creador de la primera vacuna sintética contra la malaria, que donó a la Organización Mundial de la Salud. Este científico, al que se le concedió el premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica en 1994, era un hombre muy cercano, afable, simpático, con el que enseguida tenías la sensación de ser amigo suyo de toda la vida. Así lo recuerdo de mis estancias en Bogotá, cuando viajaba a aquel lugar para inspeccionar el Centro Cultural y Educativo Español Reyes Católicos, de titularidad de nuestro Ministerio de Educación, y pasaba un rato con él, bien asistiendo a algún acto promovido por la institución que dirigía para incentivar el interés por la ciencia de los jóvenes, o bien disfrutando de una cena en la que no paraba de contar anécdotas de sus encuentros en alguna de las Cumbres Iberoamericanas donde se reunía con los Jefes de Estado de la Región y a la que era invitado. Allí nos refería, con gracia, los chascarrillos vividos con García Márquez, con el rey emérito y con Felipe González, entre otros asistentes. También daba cuenta de su cariño por lo español cuando, al referirle que en mi época de inspector de educación en Madrid tenía a mi cargo la supervisión del instituto de secundaria que lleva su nombre en una localidad del sur de Madrid, me decía que siempre que venía por nuestra ciudad se pasaba por el centro para visitar a profesores y alumnos. Pero al margen del recuerdo de tan entrañable y meritorio personaje, el olvido de su figura en un momento tan crucial como su muerte me ha llevado a repensar sobre la sociedad en la que vivimos. Al parecer, en las noticias que vemos cada día en la pantalla de nuestro televisor hay un tema que importa sobremanera: el impacto. El impacto del turismo, el impacto del precio de la vivienda y de los alquileres, el impacto del precio de la cesta de la compra, el impacto de la subida del IPC en la economía de las familias… Sin dudar de la lógica preocupación que pueden suscitar algunos de estos aspectos de nuestra vida, en otros se alcanza el absurdo. Así, llegado a dicho extremo se llegan a establecer cálculos tan sesudos como los que he oído últimamente con motivo de la celebración de FITUR, la feria del turismo, según los cuales se ha calculado la cantidad que cada uno de los participantes a dicho evento se va a gastar en los bares de Madrid durante las dos noches que pernocten en la ciudad y se vaya de juerga por sus tascas. Dicha cantidad será de ochenta euros, según las mentes preclaras de quienes se dedican a traducir en términos económicos cualquier acontecimiento, actuación o hecho relevante que se produzca, como la visita de los seguidores del equipo de fútbol contrario para asistir a un encuentro contra alguno de los clubes de la localidad o de una estrella de la música, por poner algunos ejemplos. Esperemos que la media calculada la cumplan de manera estricta los sujetos objetos del estudio porque, de no ser así, alguno puede terminar con una melopea si se apropia de la parte asignada a los que no hacen uso de la parte asignada. Acordémonos del medio pollo que cada uno nos comemos, según las estadísticas, a costa de que alguno se coma un pollo entero y otro ni lo pruebe. Y es que, hoy en día, ha cambiado el contenido del famoso dicho que afirmaba aquello de “tanto tienes, tanto vales” por el de “tanto gastas, tanto vales”. ¿A quién le importa lo que poseemos, si no es para gastarlo en beneficio de tan deseado impacto en la economía?
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