Vivimos tiempos delicados. No porque el mundo esté más violento o más injusto que antes, eso sería debatible, sino porque nuestras pieles, en muchos casos, se han vuelto tan finas que la más leve fricción nos sangra. Hemos confundido la dignidad con el orgullo, el respeto con la sumisión ajena, la libertad de expresión con la exigencia de que todos digan lo que queremos oír. Y en esa confusión, peligrosa y silenciosa, se pierde algo esencial, la tolerancia.
La tolerancia no es aceptar lo que nos gusta, ni tampoco ceder ante lo que nos incomoda. Es algo mucho más profundo, la capacidad de convivir con lo distinto sin desear destruirlo. Pero hoy, muchos practican una tolerancia selectiva. Se exige ser comprendido, respetado, escuchado, pero se olvida que ese mismo derecho lo tienen los otros, incluso cuando piensan diferente, cuando dicen cosas que no nos agradan, cuando nos hacen cuestionar nuestras certezas.
La falta de empatía se ha normalizado. En un mundo interconectado, donde las redes sociales multiplican las voces, debería haber más comprensión y “si no piensas como yo, estás contra mí”. Se nos ha olvidado el arte de escuchar sin necesidad de asentir, de disentir sin agredir, de convivir sin uniformidad.
Muchos viven hoy con el ego en carne viva. Cualquier palabra los hiere, cualquier diferencia los exaspera. Se rasgan las vestiduras con facilidad, como si el mundo entero les debiera una consideración perpetua. Pero, al mismo tiempo, son incapaces de ofrecer esa misma consideración a quienes no encajan en su molde. Reclaman libertad mientras censuran, exigen respeto mientras desprecian, piden comprensión mientras ridiculizan.
Bien parece que hay quienes quisieran tener un dios para sí mismos y otro para los demás, uno que los perdone, los entienda, los ampare, y otro que castigue, señale y excluya al otro por el simple hecho de ser diferente. La balanza moral se inclina a conveniencia, y la coherencia se convierte en un lujo casi extinguido.
Tener la piel muy fina puede ser comprensible en quienes han vivido dolor, en quienes cargan historias invisibles. Pero convertir la sensibilidad en arma, y la susceptibilidad en tiranía, solo empobrece el diálogo. No se construye una sociedad más justa silenciando al que incomoda, ni se edifica la paz desde el grito.
La verdadera tolerancia empieza por dentro. Es un ejercicio incómodo pero necesario. Implica aceptar que no siempre tenemos razón, que podemos aprender incluso de quienes nos contradicen, que el otro sí, incluso el que nos cae bien, también tiene un lugar en este mundo. Y que no hace falta pensar igual para convivir con respeto.
Tal vez es hora de recordar que convivir no es imponer, y que empatizar no es claudicar. Tal vez es hora de curar la piel, no de seguir afinándola. Porque si todos seguimos quebrándonos con cada roce, si convertimos las ideas en trincheras y la emoción en excusa, el diálogo dejará de ser posible. Y sin diálogo, solo quedará el eco. El eco de uno mismo, solitario, intolerante, y cada vez más vacío.
La tolerancia no se aprende en los discursos, sino en los gestos pequeños, cuando alguien calla para escuchar, cuando se responde sin herir, cuando se permite al otro ser sin exigir que se transforme. No hay revolución más urgente que la de la amabilidad sin condiciones, la que no pide aplausos ni banderas, pero deja huella. Porque al final, lo que define la altura de una persona no es cuánto más fuerte grita su verdad, sino cuánto es capaz de convivir con la verdad ajena sin perder la suya.
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