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La ceremonia de la desvergüenza

Hoy está todo muy confuso y confundido
Diego Vadillo López
viernes, 16 de diciembre de 2016, 01:22 h (CET)
¿Había motivos para que los diputados se mostrasen lo distendidos que se mostraron en ese absurdo acto de entrega de premios, con motivos no menos absurdos, que organizan los cronistas parlamentarios anualmente? ¿No hubiera estado mejor emplear el poco ingenio que los adorna, en vez de en subir al estrado a hacer el mamarracho más que de costumbre, en tratar de buscar salidas a las situaciones que demandan medidas urgentes, que no son pocas por estos lares? ¿Es que lo han hecho tan bien en los últimos tiempos que hay motivos para el jolgorio, el solaz y el chascarrillo? ¿No se pueden poner de acuerdo en asuntos de interés público pero sí para compartir mesa y mantel de la manera más distendida con el “adversario”?

A estas y a otras tantas preguntas deberían dar respuesta nuestros representantes en la Cámara Baja (que cada vez lo es más).

Que la señora Ana Pastor, habiendo dejado el “marrón” que nos ha dejado tras su etapa en Fomento con el tema de las autopistas, con el que vamos a tener que correr todos, se permita hacer gracietas de tan escaso fuste como que le gustaría “pasar a mejor vida”, esto es, “ir al Senado o al Parlamento Europeo”, no tienen ni un mínimo pase. Entiendo que los periodistas no lo condenen porque a ellos les interesa que los políticos les nutran de materiales de toda índole, pero la ciudadanía al unísono debería clamar contra este estado de las cosas de cuyo despropósito era clara muestra la cutre-cena en la que se quería imitar lo que se hace en Estados Unidos, donde la política es entendida como una especie de “show”, cosa que, a mi entender, mientras haya tanto sufrimiento en el mundo, no es muy afortunada.

Y por no hablar del abrazo que, en un momento dado, recibió de Iglesias, quien se dedica a publicar epístolas de lo más horteras en lugar de hacer algo más que intentar perpetuarse a toda costa en el lugar en que ya se halla confortablemente instalado. El abrazo de Iglesias denotaba el acceso de este a otra dimensión, sí, una dimensión muy otra a la impronta que, según afirmaba, aplicaría una vez se allegase a ese hediondo reducto donde la “casta” se beneficia de las sinecuras consustanciales a la estancia en tales entornos.

Lo reconozco, soy un aguafiestas, pero entiendo que la representación pública habría de obligar a apretar los esfínteres ante la enorme responsabilidad que constituye. Me gustaría más ver a una serie de operarios entregados a la labor, por otro lado honorabilísima, de intentar sacar adelante al país, lo que supondría una sobriedad y seriedad muy alejadas de los bochornosos espectáculos que se nos ofrecen a diario. El político, pienso, no ha de mostrar ni tristeza, ni alegría, ha de ser simplemente serio, porque muy seria es su tarea (y también educado, por cierto).

Hoy está todo muy confuso y confundido, pero lo que sigue siendo inconfundible es la frivolidad de que hacen gala nuestros representantes públicos a poco que se le pone el trapín para que entren. Es tal su narcisismo, que han perdido, con independencia de las siglas a las que vayan adscritos, el verdadero motivo de su estancia en las instituciones. Así que lo tenemos muy complicado si queremos que se cambie algo sustancialmente.

Debe de ser tan disolvente la atmósfera que se vive de puertas adentro en estos lugares, que los interfectos, tengan o no profesiones previas, se olvidan de sus vidas anteriores y se convierten a esa nueva subespecie humana occidental que es la clase política. Estos remozados sujetos solo actúan de manera postural emitiendo lugares comunes y teatralizando una serie de controversias previamente ideadas por sus equipos. Entre tanto, la vida sigue transcurriendo paralelamente, con sus muchas desgracias y con sus pocas alegrías.

La enseñanza pública está hecha unos zorros, la sanidad va camino de estarlo y los representantes pertenecientes a un partido que ha sustentado tramas de corrupción desaforadas se permiten el lujo de celebrar lo hermosa que es la vida sin encontrar en sus rivales alternativa sólida alguna.

Pasan de la contumelia indiscriminada al compadreo tabernario al calor del buen yantar, regado todo con exquisitos caldos. Secesionistas, jacobinos, progres, conservadores… todos los esos que enarbolan proclamas de uno u otro tenor y se dan golpes de pecho encuentran en momentos como la cena de la prensa “fuenteovejunescos” motivos de fraternal compadreo y complicidad. Como cuando unos y otros salían disparados por los vomitorios del Hemiciclo con sus maletas con ruedas prestos a vacacionar con inaudita ansia.

Tenemos un sistema en el que se otorga gran responsabilidad a gentes del todo irresponsables.

Solicitaba yo en otro artículo un imperio de la honestidad por encima del talento. Si se está dotado con una capacidad suficiente como para aunar las dos cualidades, mejor que mejor, pero no parece esa la característica de la mayor parte de nuestros políticos, los cuales tratan de hacer gala de un talento que les es ajeno, renegando de una necesaria honestidad que sería el verdadero valor exigible y del que verdaderamente podrían sentirse orgullosos de portar.

El político medio suele hacer uso de ciertas malas artes con las que trata de suplir un inexistente talento, arrinconando a la honestidad y haciendo uso de un sucedáneo de esta, una marca blanca, quizá adquirida en Primark, o plagiada de alguna tesis universitaria.

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