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Un Niño Jesús torturador, una iglesia callada

¿Y los niños toreros?
Julio Ortega Fraile
martes, 27 de diciembre de 2016, 01:59 h (CET)

Unnamed 7

No soy creyente pero sí abolicionista de la tauromaquia, uno de los dos organismos presentes en la simbiosis que muestra esta felicitación encontrada en una página taurina.

Siento ganas de calificar a la íntima asociación que se establece en ella de aberración, como aberración llamaríamos a que un hospital enviase en Navidad una postal en la que se viese a un paciente postrado en la cama y, junto a ella de pie, a Jack el Destripador vestido de médico sujetando un cuchillo a su espalda acompañado de una enfermera sonriendo, pero la experiencia nos va mostrando que la comunión entre lo taurino y lo religioso ha ido adquiriendo el carácter de natural.

No me refiero a natural en el mensaje que la Iglesia pretende transmitir pero sí en los actos de algunos de sus hombres, empeñados en desvirtuar hasta lo más abismal de la degeneración con algunas de sus bendiciones, con sus aceptaciones de ofrendas sangrientas y hasta con sus glúteos aposentados en los tendidos, esos sermones farisaicos como carteles de corridas benéficas, pronunciando palabras cargadas de helio que suenan a Paz, Amor o Justicia y que se van al cielo mientras el acero se va a los cuerpos y los cuerpos lo hacen al suelo para agonizar y morir. A suelo santo, añado, que el agua bendita cae en la misma tierra en la que luego se derramará la sangre de un toro inocente, pero ya sabemos que sólo hierve en las películas cuando el diablo la toca, en la vida real no lo hace.

Y ahora, yo que no creo pero vivo en esta España donde la Iglesia Católica no paga el IBI y en la que a los musulmanes se les permite, también como excepción, ejecutar según el rito Halal, supongo que por lo que no me toca pero sí me salpica, -porque los crímenes son de quien los autoriza, de quien los comete y de quien los calla, y no pienso permitir que me metan en ninguna de las tres categorías-, tengo derecho a preguntarme: ¿de qué vais, farsantes, de qué vais?

En la cuenta de twitter de la Conferencia Episcopal dicen esto:

“La intención de oración del Papa Francisco para este mes de diciembre es: Para que en ninguna parte del mundo existan niños soldados.”

—¿Y los niños toreros? —decimos algunos que también vivimos en su mismo mundo—, ¿esos no os importan?, ¿no te importa, Jorge Mario Bergoglio, que existan?

Supongo que no demasiado teniendo en cuenta que ni una palabra se alza desde los púlpitos contra esta felicitación en la que el Niño Jesús porta un capote y cita al buey que le dio su calor en el pesebre porque lo quiere torear, que es un verbo criminal que guarda otros dos que también lo son: torturar y asesinar. San José sonríe en la estampa y la mula porta banderas de España. Asco, un asco largo y duro como puyas atravesando la garganta.

Pero ¿a quién puede asombrar este silencio ante la exaltación de la violencia en lo más sagrado de vuestra fe, ante la caricaturización de vuestro Niño Dios como el repugnante matarife de la criatura que le protegió, si son tantas las veces que desde páginas como la de Toros para Niños se realiza la identificación de toreros con sacerdotes, de la liturgia cristiana con las suertes de la tauromaquia, de la muerte del toro con la Consagración y no decís nada? ¿Estáis de acuerdo?, ¿son la transformación del Pan y del Vino en la Sangre y el Cuerpo de Cristo equiparables a los vómitos hemorrágicos, a la asfixia y a la mutilación aún con vida de un toro?

Podría darme igual por no creyente pero no lo hace porque la indiferencia que se sustenta sobre el agnosticismo sea ante lo religioso, lo metafísico o lo biológico, cuando de todo eso se deriva un saldo de muertos que nada malo han hecho, no salva sus vidas ni tampoco la cobardía del indiferente. Es como la idiotez del que en la Alemania Nazi veía a través de la mirilla de su puerta cómo se llevaban a sus vecinos y se sentía tranquilo porque él no era judío, olvidando que era homosexual.

No me da igual porque la espada de mi niño torero es tan real como el rifle de vuestro niño soldado y matan por igual, porque la inocencia era la misma en los dos y por lo tanto tendría que constituir igualmente un pecado -ya que según dónde no parezca ser un delito-, para una Religión que se proclama Universal y que a todos nos concibe como Hijos de Dios. ¿De Dios, me pregunto, o de Juan José Padilla? Que sí, Santos Varones y Santas Mujeres de maitines puros al amanecer y de pasodobles sangrientos cuando empieza a declinar la tarde, que no lo digo yo, que son los taurinos los que han convertido al que murió en la Cruz en uno que mata en el ruedo. ¿Os da lo mismo? Si es así tendréis los cojones y los ovarios del tamaňo de botafumeiros como guardianes del negocio pero no sois más que sepulcros blanqueados, y no hay cal ni Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes que pueda enmascarar el olor a muerto de las víctimas, el hedor a asesino de sus verdugos ni vuestra pestilencia a cómplices.

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Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social.

Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.

Como la lluvia fina que parece que no, pero cala hasta los huesos: el mensaje es claro, quieren que acabemos pensando que “lo que nos viene encima es irremediable”, que los recortes que van a dar en el Estado del bienestar de aquellos que todavía tienen la suerte de tener una nómina, son absolutamente necesarios.

 
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