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La transición democrática en España

Hasta que Montesquieu no aterrice en este solar donde la justicia depende de la política
José García Pérez
jueves, 26 de enero de 2017, 02:19 h (CET)
Es tema de bares y mundo mediático, me refiero a la corrupción generalizada que ha asentado sus reales en España. Por lo que pueda tener de prehistoria política, y por los años que arrastro, mis amigos de mostrador me preguntan por aquellos tiempos del cuplé; les intento explicar entre gin y gin, pero al final terminamos hablando de Madrid y Barça, y van pasando los días, los años y no escribo sobre el tema. Voy, pues, a pararme un instante sobre lo que cojea, creo yo, en nuestro país.

El “tahúr del Misisipi”, Adolfo Suárez, denostado en aquella prehistoria por propios y extraños, y bendecido hoy por extraños y propios, fue el gran protagonista de la primera transición de la dictadura a la democracia, me refiero a la transición “política”; ya saben, desde dentro del régimen franquista, muerto el dictador, habilitó a España en el panorama internacional con la urdimbre de una Constitución democrática -en la actualidad muy discutida- y la legalización de todos los partidos políticos habidos y por haber.

El “gran comunicador y embaucador”, Felipe González, tras el intento de golpista del 23-F-1981, y su victoria arrolladora en la elecciones generales de 1982, realizó la segunda transición, me refiero a la “militar”. Digamos en plan compadre que despachó, con aumento de sueldo y medallas, a todo militar que desprendiera tufo franquista; entramos en la OTAN; y se constituyó un ejército sin los ruidos de sables que atosigaron las dos legislaturas del de Cebreros.

Desde 1996 hasta se instalaron en La Moncloa “la furia y el viento”, o sea, Aznar y Zapatero, hasta llegar al nuevo inquilino del Palacete, Rajoy, sin haber conseguido, ninguno de los tres presidentes -tampoco los anteriores- llevar a cabo la tercera transición, la “judicial”, no confundir con el juez normalete, sino con todo lo que constituye el Poder Judicial, para entendernos: la “gran” Fiscalía, el “sanedrín” del Supremo, el “batiburrillo” Constitucional y toda esa amalgama de puñetas y togas que responden a la voluntad política de progresistas y conservadores, y que emana de la criticada clase política.

La corrupción, esa plaga que nos invade, se mueve y desarrolla a su antojo hasta que Montesquieu no aterrice en este solar donde la justicia depende de la política; me refiero, cuando escribo solar, a España.

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En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley.

Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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