Jordi Pujol, el presidente catalán de más talla política e intelectual (aparte sus errores y graves peripecias económicas y fiscales, cuya trascendencia jurídica está por sentenciar), en principio, no buscaba la independencia, pero alentó eficazmente los fundamentos ideológicos y emocionales para que un día pudiera reclamarse. Devolvió la confianza y el sentido de identidad de un pueblo desorientado y abatido.
Paqual Maragall, que le sucedió, fue un gran alcalde de Barcelona y un mal presidente de la Generalidad, pero con visión de futuro en ambos cargos. Su sueño fue una ciudad más abierta y moderna para Barcelona y una Catalunya mejor reconocida en su personalidad, pero colaboradora e integrada en un Estado federal que quiso iniciar con un nuevo Estatut, ambicioso pero mal planteado y gestionado (Más lo pactó en secreto y a la baja en La Moncloa de Zapatero) del cual no se ha sabido extraer toda su potencialidad, pese a unos recortes interpretativos del Constitucional.
José Montilla, el mejor exponente de la capacidad integradora de la sociedad catalana, que le elevó a la presidencia, bastante gris y desacertado en la complicada labor de gobierno que le tocó liderar, supo, sin embargo, alertar a tiempo y públicamente como nadie, de los peligros de la desafección política en general y de los catalanes hacia el resto del Estado. No se le hizo caso, ni por los suyos.
Después, Artur Mas, designado por Pujol como su delfín, y que pudo haber sido un buen presidente -como muchos esperaban- se deslumbró por exceso de ambición y un calculo equivocado de un gran movimiento popular, fruto de muchas causas e impotente para lograr el sueño bastante irreal que Mas quiso asumir y liderar de forma más mesiánica que práctica. Y ahí está aparcado.
En un enrarecido ambiente de prácticas políticas, poco claras y sin ejemplaridad democrática, Carles Puigdemont, surgió de la manga de algunos magos del momento, para ensayar con decisión, valentía y contradicciones, el juego de un independentismo a fecha fija. Es el rol que le han asignado y que asumió en una decisión de quince minutos, como dijo.
La carpa estaba ya montada hacia tiempo y el público ansioso del espectáculo. Con talante más joven y fresco los actores llevan ya más de un año con sus piruetas de todo tipo, unas más arriesgadas que otras. El público –su público- aplaude. A veces algún trapecista se cae, o lo parece. Y otros tropiezan o hacen el ridículo. Se siguen oyendo aplausos. De vez en cuando, sale el elefante del Estado de Derecho, y empiezan las dudas, la división de opiniones, las deserciones. Muchos siguen aplaudiendo, para animar y animarse. Pero no se avanza. El tiempo apremia.
El elefante Estado de derecho mueve la trompa o da algún paso, y los actores dan uno o dos pasos al lado o atrás, y los trapecistas miran si hay red de seguridad, no están muy seguros. Y así sigue la fiesta circense hasta altas horas. Un largo espectáculo inútil, dicen unos; otros aseguran ir ganando posiciones. ¿Quién tiene razón? Los términos van venciendo, algo deberá pasar. El simpático y ocurrente presidente va seguro, afirma. Y lo predica aquí, en Madrid y en Bruselas, con hábiles juegos de palabras.
Seria incluso divertido si todo esto no perjudicara nada ni a nadie. Pero no es así. Mientras se juega, al independentismo o a lo que sea, no se gobierna. Y esto perjudica a todos. También a los que siguen aplaudiendo sin saber muy bien qué. ¿Quizás al magistrado independentista, autor de una futura Constitución catalana, que asegura que, en secreto, están cometiendo ilegalidades?
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