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Cultura hooligan

En una sociedad sensibilizada, los propios padres y aficionados darán la espalda a insultos, a golpes y a otras actitudes
Carlos Miguélez Monroy
viernes, 17 de febrero de 2017, 00:19 h (CET)
Se debate de nuevo la violencia en el fútbol por un video que muestra a dos padres que, a pocos centímetros, se gritan mientras juegan dos equipos de juveniles. Uno de ellos le suelta un cabezazo al otro que, al reponerse del golpe, le devuelve una batería de puñetazos que le deforman la cara con cortes y sangre. Ocurrió en la Isla de Gran Canaria (España), pero podía haber ocurrido en otra ciudad española o de América Latina, donde se repiten cada semana secuencias como ésta y que tienen como víctimas a padres, árbitros y jugadores.

La crudeza de las imágenes alimenta el morbo en lugar de producir un debate sosegado sobre las causas de este fenómeno que parece producirse más en el fútbol que en otros deportes. Aunque existen muchos otros factores, el fútbol domina como deidad en la religión del marketing y de la imagen en este mundo globalizado.

Algunos “periódicos deportivos” se dedican a publicar “noticias” sobre los coches de los deportistas, sus peinados, las supermodelos con las que salen, sus yates y sus sueldos millonarios. Hace unas semanas fue trending topic noticia que se había duplicado el valor de la “marca CR7” en tan solo dos años. Cabría plantearse hasta qué punto se salpica de esta versión del deporte fútbol infantil y juvenil para convertirse en vehículo aspiracional. La violencia y comportamientos carentes de ética justificarían los medios para conseguir el mismo fin: triunfar, ganar, que mi hijo y no el de aquel señor alcance la Primera División.

Si diéramos por válido el argumento que esgrimen algunas empresas de los medios de comunicación de que “le damos al público lo que pide”, cabría preguntarse por qué tantos millones de personas llenan de dinero los bolsillos de anunciantes que apuestan por unas “noticias” que no cumplen ni con las reglas más básicas del periodismo. Resultaría simplista reducir todo a la educación o a un supuesto nivel social, pues esas noticias las consumen también personas con un elevado nivel educativo y un público muy diverso. Quizá tenga que ver más con los valores que rigen nuestra sociedad, donde tener y ahora consumir están por encima de hacer, de ser, de dar y de compartir. Puede que la percepción que tenemos del mundo del deporte tenga que ver también con lo que somos y lo que proyectamos. Tiene más repercusión el jugador que finge la zancadilla para rascar un penalti que el jugador que le reconoce al árbitro que no hubo contacto y fuerza un cambio en la decisión final. Comentamos menos la imagen de los dos equipos infantiles que se funden en un abrazo colectivo cuando uno de ellos marca un golazo que la imagen de una mujer que le da una paliza a otra en la grada de un campo de fútbol en Argentina. Apenas se comenta el gesto de la afición de un equipo holandés que lanzó centenares de muñecos de peluche a un grupo de familias con niños enfermos que habían acudido esa mañana al estadio para presenciar el partido. Pero tampoco podemos caer en el buenismo de negar el problema de violencia que se manifiesta en el fútbol. Los millones en dinero público, que pagan los ciudadanos, incluso los que no siguen el fútbol, para blindar partidos, las secuencias como la de Canarias, las palizas a árbitros y otras manifestaciones de violencia piden medidas y debate desde unos medios de comunicación responsables.

Además de las multas que pueden imponer las federaciones locales a los equipos que no sean capaces de frenar esta violencia en los campos, se necesitan campañas de educación y sensibilización que empoderen a entrenadores, a árbitros y a quienes promuevan el respeto en el ámbito deportivo. Un entrenador puede decirle a un padre que su hijo no va a volver a jugar si vuelve a plantarse en la grada, pero no tendría que recaer en él una medida que lo puede exponer a violencia y a episodios desagradables. En una sociedad sensibilizada, los propios padres y aficionados darán la espalda a insultos, a golpes y a otras actitudes que salpican un deporte que ejerce de escuela de valores como el esfuerzo compartido, el compañerismo y el saber perder. Y ganar.

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