“El lenguaje refleja nuestra existencia, nuestra historia, nuestras esperanzas. El lenguaje es un espejo de cómo somos. Cuando somos conscientes de nuestras palabras nos damos cuenta de que no vemos el mundo tal y como es, sino tal y como hablamos. Por eso quizá cambiando el enfoque de ese espejo también podremos enfocarnos de otra manera, cambiar, ambicionar cosas más grandes, una vida mejor, con más bienestar, más alegría y más salud”, sostiene Luis Castellanos en una entrevista de la periodista Carlota Fominaya.
Si cuidamos nuestro cuerpo con ejercicio y dietas, nuestra mente con meditación, por qué no cuidar nuestras palabras, se pregunta Castellanos, co-autor de La ciencia del lenguaje positivo.
Para transformarnos a partir de un cambio en nuestro propio lenguaje hay que “habitar” las palabras, dice el autor.
“Hablar es habitar el mundo. Deberíamos hacernos cargo de nuestros vocablos, de su destino. Un buen ejercicio es intentar identificar las palabras que queremos que adquieran importancia en nuestra vida, aquellas que queremos habitar. Nos referimos a esas que te ayudan a crecer, que son las que deberíamos compartir, las que nos ayudan a transformar nuestras vidas y a dar lo mejor que tenemos a las personas que nos rodea”.
Diversas corrientes de pensamiento coinciden con los autores en la importancia del lenguaje como creador de nuestra propia realidad contra la creencia extendida de que nuestro estado de ánimo condiciona nuestro lenguaje verbal y no verbal. Si estamos eufóricos, abrazamos; si estamos felices, reímos y sonreímos.
La programación neurolingüística, surgida en los años ‘70, sirve para reinvertir el proceso, de manera que nuestro lenguaje influya en nuestro estado de ánimo y nos sirva como herramienta para curar procesos de trauma y para ayudar a las personas en su búsqueda de la felicidad.
Esta perspectiva confirma las palabras del filósofo Ludwig Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.
También influye el lenguaje no verbal en los procesos comunicativos. Y los silencios, como defiende Castellanos al afirmar que castigar con el silencio es más peligroso que castigar con palabras.
“El silencio es asesino, y se hereda de padres a hijos. Es un pozo sin fondo porque cuando se intenta salir ya no hay marcha atrás, se trata de un camino sin retorno cierto. Pertenece a la familia de la ira, pero puede ser más dañino que ella. Es casi imposible mentir cuando se habla enfadado, lo decimos mal, pero decimos lo que pensamos”, dice el autor.
El lenguaje no sólo guarda relación con el pensamiento, sino también con las emociones, que condicionan la conducta de las personas y las relaciones interpersonales. Un cambio en las palabras y en el lenguaje de nuestro diálogo interior puede contribuir a un mejor control de emociones que juegan en contra de las personas, sobre todo las relacionadas con la ira, con la vergüenza y con el miedo.
Nuestro propio lenguaje nos lleva a reacciones poco adecuadas en momentos que determinan nuestro destino, a expresar palabras que juegan en nuestra contra y que no tienen vuelta atrás una vez que hacen contacto con su receptor.
El lenguaje también determina la forma en que priorizamos e identificamos los problemas. Por eso, a nadie sorprendería que los “olvidos” y demás procesos de autosabotaje tuvieran relación con un lenguaje inadecuado.
La negatividad, que se alimenta de palabras y resortes como “otra vez”, “siempre me pasa lo mismo”, “no puede ser”, “cómo está el mundo”, puede desembocar en procesos depresivos o de crisis de ansiedad cuando se extiende en el tiempo. Estos estados de ánimo se desatan por reacciones aprendidas y repetidas durante años, pero pueden romperse con un cambio en el diálogo interior, con un cambio en la forma de mirar y de interpretar nuestra realidad. No sólo ante la “adversidad” o “situaciones cruciales”, sino también cada mañana, al afrontar un nuevo día de nuestra existencia.
|