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Promover una política de cuidados

Tenemos un Estado de bienestar que hace dejación de funciones y deja en manos de las familias todas las tareas de cuidados
Guillermo Valiente Rosell
jueves, 8 de junio de 2017, 08:33 h (CET)
En los últimos tiempos ha comenzado un debate en algunos sectores todavía minoritarios de la sociedad española sobre los trabajos de cuidados, entendidos como todos aquellos trabajos vinculados al sostenimiento y reproducción de la vida. Este debate debe ser abordado sin demora si queremos que nuestro Estado del bienestar sea verdaderamente eficaz y haga honor a su nombre.

Si atendemos a la cantidad de horas de trabajo que realiza una persona nos damos cuenta de que es mayor el tiempo que dedicamos a trabajos no remunerados que al empleo propiamente dicho. Es decir, que cuando termina nuestra jornada laboral seguimos trabajando en labores domésticas o en el cuidado de otras personas. Tendemos a considerar que eso no es trabajo, pero, realmente, muchas veces nos ocupa más tiempo y esfuerzo que nuestro empleo. Esto se agudiza especialmente en el caso de las mujeres, que son quienes más tiempo dedican a estas ocupaciones, y es que existe lo que se ha llamado una división sexual del trabajo, por la cual la realización de las tareas de cuidados ha correspondido tradicionalmente, y sigue siendo correspondiendo mayoritariamente, a las mujeres.

Los trabajos de cuidados, ya sean labores domésticas o cuidado de ancianos, niños o personas dependientes, o bien se realizan en forma de empleo formal de baja remuneración, o bien se convierten en un empleo informal o en labores no remuneradas. La sociedad invisibiliza las tareas de cuidados y se las asigna a las mujeres.

La sociedad española es una sociedad muy familiar, al igual que ocurre con otras sociedades mediterráneas. Esto tiene una explicación cultural y también religiosa, puesto que los países de religión católica tienden a ser más familiares que los protestantes. Sin embargo, que la sociedad española sea familiar, algo que es positivo, no significa que su sistema de bienestar tenga que serlo, como así ocurre. Y es que tenemos un Estado de bienestar que hace dejación de funciones y deja en manos de las familias todas las tareas de cuidados, lo que tiene consecuencias muy perjudiciales para la calidad de vida de los españoles, especialmente de las mujeres, y, paradójicamente, desincentiva enormemente la natalidad.

Una persona tiene que sentirse protegida y cuidada independientemente de si tiene familia o no. No puede ser que sean los abuelos quienes estén obligados a ocuparse de los nietos porque no hay una educación pública gratuita de 0 a 3 años, por ejemplo. O que sean las mujeres quienes tengan que ocuparse de los ancianos porque el Estado no invierta lo necesario en servicios sociales. Esto puede parecernos muy normal, pero no ocurre en los países nórdicos, por ejemplo, donde el Estado del bienestar ha entendido que los cuidados son uno de los ejes de la calidad de vida de los ciudadanos.

Está muy bien que seamos una sociedad familiarista, pero eso no significa que el Estado no deba ocuparse de la cuestión de los cuidados y no garantice el bienestar de todos los ciudadanos, con independencia de su situación familiar. Que entendamos esto y lo convirtamos en una exigencia para los poderes públicos es crucial si queremos mejorar nuestro bienestar y nuestra calidad de vida.

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En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley.

Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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