Esta semana se cumplieron cien años del nacimiento del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, quien encarnó como pocos el dolor paraguayo del destierro y el infortunio del exilio.
En 1945 había pasado largos meses en Inglaterra, donde conoció la Europa en ruinas que dejó la Segunda Guerra Mundial. Como corresponsal de guerra, entrevistó a personalidades como el general De Gaulle, y cubrió los juicios de Nuremberg.
Siempre perseguido por el poder, cuya relación con la ética fue siempre su obsesión, debió exiliarse en Argentina, donde desarrolló una intensa labor como guionista cinematográfico.
En 1974 publicaría Yo El Supremo, su obra maestra y una obra cumbre de las letras hispanoamericanas, saturadas al decir del mismo Roa Bastos, por historias de dictadores y abusadores del poder.
Una escritora paraguaya que admiro mucho, Lourdes Espínola, le dedicó un poema que habla de la soledad y un exilio interminable, destino común de quienes en Paraguay abrazan la literatura como oficio y pasión. A través de ella, logré reunirme con Roa Bastos en varias oportunidades, y asimilar lecciones magistrales que jamás olvidé.
Una de ellas, que la historia es también ficción. Como él mismo lo expresara en La Vigilia del Almirante, hay fábula en la historia y también historia en la fábula.
Lo visité en varias oportunidades, en una de ellas el afamado siquiatra y antropólogo tucumano Enrique Bernabé Pino abordó temas filosóficos y quedó sorprendido por la solidez intelectual del escritor. Llegó a publicar su fotografía en la tapa de una revista antropológica de alcance continental.
Lo más lamentable fue la muerte miserable que le tocó, en su obstinación por residir en su país natal, donde quienes más lo invocaban en provecho propio terminaron convirtiéndose en sus verdugos.
Un misterioso médico siquiatra correntino, que firmó varios libros con Augusto Roa Bastos, aprovechándose del laureado novelista en la última etapa de su vida, Alejandro Maciel, terminó aislándolo y llevándolo a una muerte indigna.
Los amigos de Roa Bastos fueron impotentes testigos de la forma en que fue aislado el escritor en sus últimos días, por quienes lo encerraban y dormían con altas dosis de sedantes. Personalmente puedo testimoniar que en una oportunidad acudí a una cita concertada con Roa en su departamento, y a pesar de haber sido invitado por el mismo escritor, Maciel me impidió el acceso en el umbral del edificio.
Una de las tantas veces en que Roa Bastos fue abandonado con llave y sedado con altas dosis de somníferos, el escritor despertó devorado por el hambre, y no encontró nada que comer en su departamento.
Como vivía en un entrepiso, intentó salir por la ventana pero perdió pié en la pendiente que lleva al estacionamiento, rodando por varios metros y lastimándose gravemente el cráneo. Pocas horas después falleció. Cuando la justicia paraguaya iba a investigar al siquiatra, éste desapareció del Paraguay e incluso cambió su identidad.
A pesar de todo, hace poco me sorprendió gratamente un monumento erigido en su memoria por la ciudad. Solo que Roa Bastos era mucho más humilde que esta representacion; el sofá de la escultura tal vez sea del lugar céntrico donde pasaba horas observando las plazas aledañas al panteón de los Héroes, pero en su departamento vecino al Banco Central el mobiliario era mucho más moderno y minimalista.
Ahí terminaría sus días de la misma manera que vivió: solo como una botella en el mar. Sin nombre, sin amigos, sin ecos ni sonidos. El destino asumido de todo escritor que opta por vivir en Paraguay.
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