Mi querida Marta:
Las temperaturas de Santiago de Compostela son agradables, en comparación con la
canícula matritense. Mis pies apenas se han resentido, y duermen plácidamente bajo la
mesa de la terraza de un bar en la “rúa de no-sé- qué”. Ingiero un refresco en el que han
naufragado dos hielos y una rodaja de limón. Este refrigerio se ha convertido en un
elixir, tras varios días de arduo peregrinaje cenobita. Cada gota de esta bebida sabe a
satisfacción y a victoria. Mientras escribo, reproduzco en mi mente mi triunfal entrada
en la Praza do Obradoiro. En los soportales que comunican con la catedral, una pareja
de gaiteros entonó una melodía dulce y tradicional, que se me antojó como la banda
sonora que acompaña a una conquista. Sin embargo, el camino nos vuelve a dar otra
lección: no todo lo que deseamos tiene por qué cumplirse. En la conocida plaza, nos
aguarda un concierto de música, que prohíbe postrarnos, rendidos, ante los portones del
templo. No contento con esto, el sino nos esboza un Pórtico de la Gloria enfundado por
verdes andamios.
Antes de arribar a la capital gallega, las travesías del Camino —o Camiño— reflejan
nuestras pequeñeces y nuestras limitaciones. Te prometí, amiga mía, que un día tendría
que escribir de los miedos; y hoy es el día. Durante las etapas, gustaba de caminar una
hora en silencio, sin más compañía que yo mismo, y la lejanía del resto de peregrinos.
En esas horas, reparé en que mi mayor miedo era yo mismo. En la ciudad, con los
agobios de la universidad o del trabajo, las angustias que deparan los amigos o las
familias, las prisas y la rutina, el silencio se desvanece. En su lugar, rutilan los móviles,
los semáforos, los rugidos de los coches, las conversaciones monótonas, la mecánica
voz del transporte público: brilla el ruido. En esos momentos, en los que no hay más
distracción que la huida, es el momento de batirte contigo mismo.
Al principio, emergen los miedos más pueriles y que menos afectan a tus entrañas. En
mi caso, si seguía por el rumbo correcto o si mi velocidad me iba a permitir continuar el
itinerario. Luego, cuando das respuesta acto seguido, se nubla la vista; porque sabes que
ese instante que querías evitar ha llegado. Ahora, no florecen a velocidad de vértigo. En
cambio, aparecen como un goteo, lentos, casi inadvertidos. Esto sucede porque nuestro
corazón no está acostumbrado a abrirse a nosotros mismos, pero sí está habituado a ser
anestesiado a base de falsas soluciones. El primer miedo es parido, con un amargo dolor
que se esparce por las junturas de mi cuerpo: miedo a ser olvidado. Mi vello se eriza.
Después de varios minutos, el segundo miedo cae sobre mí: miedo a fracasar como
persona en la incertidumbre del mañana —y del hoy—. Los estómagos se retuercen.
Mientras el tercer miedo se prepara para ser expelido, un chillido ensordece mis oídos.
Mi novia, médica en potencia, podrá darme una explicación fisiológica. Empero, Marta,
te aseguro que son los demonios que guardan las mentiras hacia mí mismo los que,
derrotados por haber sido descubierta, huyen. El tercer miedo no es otro que el de no ser
querido de la misma forma que yo quiero.
El camino prosigue. Las ampollas, las rozaduras, la sed, la fatiga jalonaban mis
descubrimientos, y conseguían darles respuestas. Éstas eran barnizadas con la teoría,
esperando a Madrid, a mi día a día, para ponerlas en práctica. No obstante, es de suma
importancia conocer las génesis de esos miedos que muerden el corazón pero que
nosotros, imbuidos en tantos quehaceres, olvidamos. Y el olvido es el arma del que
mejor se pueden servir los hombres grises de Momo, la Policía del Pensamiento de
1984, el sheriff de Nottingham y el príncipe Juan de Robin Hood, Mosén Millán de
Réquiem por un campesino español o el barbero y el cura de Don Quijote: aquellos —y
esa parte de ti— que no quieren que vivamos, sino que sobrevivamos.
Un beso,
Marcos Carrascal Castillo.
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