La victoria de Rajoy en estas elecciones traerá como bien dicen en su partido un “cambio”. Sin embargo, la pregunta que ronda mi mente con cierta asiduidad es si dicha conmutación traerá mayor repercusión que unos nuevos enseres en la Moncloa.
Si bien algunos ciudadanos hemos asimilado a la política como un ente necesario pero en muchos casos “corrupto” cuyos intereses mueven todos los rincones de las sedes de los partidos, lo que resulta prácticamente seguro es que, tarde o temprano, cualquiera que llegue al poder acabará decepcionándonos con alguna medida impopular.
¿De quién es la culpa?¿de los partidos?¿o del sistema?
Si analizamos globalmente algunos países con un amplia tradición constitucional como Inglaterra, o la de grandes potencias como EEUU que han conseguido un cierto éxito socioeconómico, quizá deberíamos plantearnos que el problema no es que sus políticos sean mejores que los nuestros si no que algo falla en el propio sistema español.
Sin ánimo de defender plenamente un presidencialismo estadounidense por aquello de que no se me tache de persona autoritaria con el afán de cederle el poder a un único representante, prefiero realizar la comparación entre nuestro parlamentarismo monista y el inglés.
Uno de los factores principales de que este funcione bastante bien es gracias al claro papel de la oposición, bien delineado y que sabe estar en su sitio: apoyando todas aquéllas iniciativas que resulten beneficiosas para el Estado y elaborando un programa con el que aspirar a la victoria en las siguientes elecciones.
¿Ocurrirá lo mismo en esta nueva legislatura? Me permito ponerlo duda. Y es que la política española parece haberse convertido en un show propio de las cadenas más sensacionalistas, donde el morbo y la humillación sirven de comidilla a los españoles.
Parémonos a pensar por qué parecen estar desquebrajándose los países mediterráneos. Y es que antes de plantearnos qué ocurre con los partidos, deberíamos hacerlo con nuestro sistema.
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