La aplastante victoria del Partido Popular en las elecciones del pasado 20 de noviembre, no debería entenderse como un triunfo de las tesis políticas ni del programa del partido conservador (de hecho, lo que sorprende es la ausencia de un programa político sólido en ambos partidos mayoritarios) sino como reacción a un gobierno incompetente, que ha sumido al país en un verdadero atolladero económico, que no ha sabido o no ha querido contener las abusivas exigencias de las minorías nacionalistas y que ha sembrado la discordia social con leyes lamentables; en concreto me refiero a las llamadas popularmente "ley del aborto" y "ley de la memoria histórica".
El PP se ha aupado con el triunfo, no merced a la altura de sus líderes máximos, sino a la insolvencia de los que les han precedido en el gobierno, y, aunque muchos sientan una sensación de alivio, que resulta en parte comprensible, no debe olvidarse el origen de esa victoria: un voto de castigo a la demagogia del PSOE y a sus palpables consecuencias.
Con un país próximo a la bancarrota, en una situación bastante peor a como la dejara el gobierno de Felipe González en 1996, el nuevo Ejecutivo habrá de enfrentarse al reto de enderezar la maltrecha economía sin mermar derechos fundamentales de los ciudadanos, como son los relativos a la dependencia, la sanidad y la educación. Es un compromiso que han adquirido con sus votantes y con el resto de la ciudadanía y será menester recordárselo si caen en la tentación de legislar, amparados en la mayoría absoluta obtenida, sin tener en cuenta ese factor, que es uno de los pivotes de su legitimidad en el ejercicio del poder.
Una de las tentaciones del PP, que parece bastante probable, será la de privatizar empresas o servicios públicos, como el transporte o la sanidad. Destacados miembros de ese partido –como Esperanza Aguirre- son partidarios de esta fórmula que, en países como Gran Bretaña o Alemana en los que, por ejemplo, se privatizaron los ferrocarriles y otras empresas públicas hace ya muchos años, ha probado su ineficacia. No es momento para la euforia, sino para el diseño de un gabinete ministerial responsable, compuesto por personas expertas en sus diversas áreas de competencia, que consiga el "milagro español". Pero ese milagro sólo se producirá si el nuevo gobierno, asentado en una mayoría parlamentaria que permitirá legislar sin tener que recurrir a "pactos contra natura", tiene la humildad de reconocer que son representantes no sólo de sus votantes, sino también de los españoles que no les han votado.
Y una reflexión:
Rajoy, por mucho que se diga, es una incógnita política. Ocupó cargos de gran responsabilidad en los gobiernos de Aznar; pero un aura gris lo envolvía hasta que este le nombró candidato a sucederle como presidente del Gobierno. Se le reconoce como buen orador parlamentario; su preparación académica (excepto en la sempiterna asignatura pendiente de nuestros políticos: los idiomas) es brillante. Tiene la suave ironía de los gallegos y la rara cualidad de ser impredecible. Hay que confiar en que esté a la altura de las circunstancias. Se espera mucho de él, y él lo sabe. Merece, creo, un voto de confianza.
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