El don del profesor ha perdido su respeto social en la era de las prisas. Hoy el bostezo ha ganado la batalla a la mirada atenta del saber. La prostitución de la información ha desprestigiado las credenciales del docente en el cállate continuo de las aulas del presente. El acceso libre y fácil a las puertas del conocimiento ha ganado la batalla a la oratoria diacrónica del maestro. Las aulas de la mañana han llorado la pérdida de su poder. Los chorros de tinta derramados en Internet han monopolizado el dominio de la verdad y el argumento de autoridad. El profe de ayer se ha convertido en un mendigo de la atención. La súplica al discípulo no atiende a la razón sin el combustible de la motivación.
La falta de voluntad, o dicho en otros términos, el sin sentido y vacío existencial de miles de jóvenes ante el dibujo sonoro de su realidad ha enquistado en los pupitres de la ventana, el virus apático del poder y no querer. El ”don Pedro” de hoy debe despertar en sus discípulos el motor que alimente las turbinas del anhelo. La ecuación falaz enseñar igual a aprender solamente se despejará cuando consigamos vislumbrar en la oscuridad de nuestros oyentes el sonido de su fin. Mientras tanto, tanto el MIR de Rubalcaba como el bachiller de Rajoy no recortarán las distancias turbulentas entre las orillas del enseñar y las rocas del aprender.
Desde la crítica docente, debemos activar las aulas de Galván para que el futuro de nuestras manos manche de tiza la quietud emocional de los guiados. La búsqueda constante del sentido es la llave del líder para intentar abrir las puertas infranqueables del adolescente. La empatía, o dicho en otros términos, el esfuerzo por comprender la realidad compleja del otro desde la tribuna activa de la escucha, debe servirnos para asomarnos a la ventana del alumno que ocupa la silla, y descubrir en sus paisajes internos, las fuentes de regadío que siembran los árboles y semillas de sus sueños y pesadillas.
Es importante recordar desde la historiografía que las circunstancias del hecho pasado nunca serán idénticas a los aciertos del ahora. La reconsideración del bachillerato a tres años con los mimbres del presente no servirá, probablemente, para solventar el problema de la desmotivación adolescente. Los alumnos y alumnas del BUP de antes, no tenían Internet, o dicho de otro modo, el acceso al conocer no dependía de un solo clic. Los discípulos y discípulas del bachillerato de ayer querían aprender y ello activaba la motivación por enseñar. La idiosincrasia de los ochenta era otra distinta a los valores de nuestro diciembre. En aquellas aulas sin clavijas ni proyectores, el profesor no sufría por la pérdida de su condición. La educación no era un gasto sino una inversión. En aquellos años, señor Rajoy, al profesor se le llamaba don y las tizas se rompían en pizarras de cartón.
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