Hace algo así como unos treinta y cinco años, mi admirado Joaquín Merino escribió dos libros ("Londres para turistas pobres" y "Londres para turistas ricos") en los que hablaba de "la Metrópoli" (la metrópoli europea por excelencia, mal que les suene a ellos eso de "europea"; como acaso Nueva York lo sea de América y Sanghai de Asia). El periodista –a quien entre otros muchos saberes le debo el haber conocido el soberbio cocido de Malacatín, junto al Rastro madrileño- nunca trató de hacer una guía al uso, sino más bien una serie de descripciones, de paseos por lugares de una ciudad que conoció muy bien y disfrutó como pocos. Luis Carandell fue también un maestro del paseo literario por las ciudades.
Londres sigue estando ahí; y eso que podría parecer una perogrullada, no lo es tanto si tenemos en cuenta que cambiar la fisonomía de las calles, plazas y avenidas, de los edificios, parques y monumentos que forman el paisaje urbano, parece algo que los alcaldes y los consistorios se toman como una obligación nada más asumir "la autoridad municipal y espesa".
Hace años me encontré con Guillermo Cabrera Infante, en Gloucester Road, y juntos fuimos a dar un paseo por los vecinos Jardines de Kensington. Era primavera, quizá mayo, y el autor cubano, exiliado de la dictadura castrista desde hacía mucho tiempo, era ya un autor muy famoso. Creo que era hipocondríaco, aparentemente taciturno, pero con un fino humor, que lo hacía ser muy admirador de Chesterton (El hombre que fue jueves) y del Conan Doyle espiritista. Habitó en Kensington durante décadas; años después recibió el Cervantes y se murió –Infante difunto- sin volver a ver el sol de La Habana.
Rememoro todo esto cerca del Serpentine, el lago artificial que divide Hyde Park. A estas alturas del año debería estar al menos semicongelado. "Es por el calentamiento global", me digo. Y continúo hacia Marble Arch, antes de adentrarme en la vorágine de Oxford Street, donde me quedaré sólo el tiempo justo para comprarme una camisa en M & S.
Hacía un año que no me subía al metro londinense. En este tiempo ha mejorado el servicio, descuidado desde hacía mucho, y se han renovado algunas líneas. La Picadilly me conduce hasta Russell Square, desde donde camino hacia el Museo Británico. Pero la visita voy a dejarla para después. Justo enfrente de su imponente entrada hay un pequeño pub, el Museum Tavern, donde, mientras saboreo una pinta de "ale" –la cerveza inglesa más característica- trato de imaginarme la figura de un robusto caballero entrado en años, con la mata de pelo rizado casi blanco, elegante levita, absorto en la lectura del Times. Es Carlos (Karl) Marx, uno de los parroquianos de este lugar, que llevó vida de buen burgués hasta su muerte, acaecida en la capital británica en 1883. Está enterrado en el cementerio nuevo de Highgate (la parte antigua, mucho más interesante, sirvió de escenario a muchas películas de terror de la mítica productora Hammer, en los años 50 y 60) Por esa zona, al norte de Hampstead, se halla la casa (hoy museo) de otro ilustre exiliado: Sigmund Freud.
"¡Cuánto apátrida pasó aquí sus últimos años!", pienso. "¡Hasta Pinochet! Aunque de mala gana" Pero no hay que traer a la memoria a ciertos siniestros personajes (me refiero sólo al último que he citado): la Navidad se acerca y Mr. Scrooge, como siempre, se hará bueno en el último momento.
Londres, lugar ideal para perderse, es una ciudad de enormes evocaciones literarias. No creo que vuelva antes de que la fiebre de los Juegos Olímpicos haya pasado; y para entonces ya será casi historia 2012.
Un año que, ojalá, sea algo más grato que el que ahora nos deja.
LUIS DEL PALACIO
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