Andan los nacionalistas catalanes exaltados con la idea de que el rebaño se les agite, ese mismo al que siempre han querido domesticar, y con éxito. Tal vez por ello, debe ser muy difícil de digerir que la rebelión venga de la policía, creada a su imagen y semejanza, como un aprendiz del Doctor Frankenstein pero con barretina. Luego, el sarpullido está asegurado con eso de que se les agolpen sus cachorros a las puertas de un acto oficial cantando aquello de ¡Qué viva España! Menuda provocación. Rebeldías las justas y menos en una lengua extranjera –dirían las hordas arturianas. Pero claro, cuando a la criatura se le toca el bolsillo la rabieta no es un capricho, sino una cuestión de supervivencia y de dignidad.
A nadie se le escapa, por mucho que lo intenten, que el nacionalismo subsiste gracias a los mitos, a una simbología y, como no, a la lengua. Todos ellos instrumentos imprescindibles para engrandecer a la bestia que han creado y marcar un hecho diferencial respecto a otros pueblos. Pero para ello hay que manipular el pasado y hacerlo inexistente si es necesario. En cierto modo, quien controla el pasado controla el presente y quien controla el presente controla el futuro. Y eso lo saben los nacionalistas. Por eso, el falseamiento de la realidad es su leitmotiv. ¡Si Casanova y otros tantos levantaran la cabeza! Por ende, para lograr tal fin, hay que controlar las mentes de los ciudadanos y mejor cuánto más ignorantes sean. Será imposible que descubran esa prepotencia y esa rapacidad congénita. Y, lógicamente, a mayor borreguismo menos posibilidades de despertar y, por tanto, de rebelarse contra los oligarcas. Pero cuidado quien ose revelarse. Porque entonces ya sabe a lo que se atiene. Le espera la muerte civil o el silencio, si es que ambas cosas no son lo mismo. A ese hay que combatirlo en legítima defensa con el victimismo por bandera, herramienta eficaz para la causa.
Primero empezaron eliminando el castellano como lengua vehicular en las escuelas. Y ni hablar de escuelas bilingües. A eso solo tienen derecho los oligarcas, faltaría más. Porque la lengua y la televisión pública en catalán son las herramientas imprescindibles de ingeniería estudiada para conseguir esa ficticia nación cuyos máximos benefactores serán los caciques de turno. Continuaron controlando la lengua que los niños hablan en el recreo. ¡Y pobre de ellos si hablan en castellano! En ese caso, se pueden llevar el rapapolvo de los avizores de turno y las carcajadas del respetable. No es una exageración, ni mi malicia natural, ni siquiera una anécdota. Es la pura realidad. Es el resultado de la normativa lingüística de la Generalitat, que considera que la zona de recreo está incluida en el ámbito escolar y, por lo tanto, sujeta a sus normas. Pero, ¿cómo van a permitir que los niños jueguen expresándose en el idioma que quieran? Menuda herejía y atentado contra los principios idiomáticos de la nación. El fin justifica los medios. Por tanto, es lícito invadir la esfera privada de las personas. Ya se sabe que si les dejan libertad se expresan espontáneamente en su lengua materna. Y semejante delito fue lo que condujo a ponerle una señal en rojo al expediente de un niño de cinco años en un colegio de Sitges. Todo por no hablar en catalán en el patio. ¿Olvidamos lo que significa que se marque a los niños con puntos rojos, estrellas varias o cruces? Pero esto no es casualidad. Ya se sabe que la Generalitat, a golpe de subvenciones, controla, además de los colegios públicos, los centros privados concertados (amén de la mayoría de medios de comunicación) y les imponen el remoquete de la lengua hasta el delirio.
Siguieron con su estrategia multando a los comerciantes que se aventuraran con rotular sus comercios en castellano. Y es que debe ser de lo más normal que en pleno siglo XXI y en un país que se dice democrático, que entre los años 2004 y 2010 se haya impuesto más de 800 multas lingüísticas en toda Cataluña, por un suma superior a los 900.000 euros, por el simple delito de rotular una propiedad privada con la lengua común de todos los españoles. Ultraje mayúsculo.
Pero por si todo esto fuera poco, la deriva nacionalista se salta todo sentido común, si es que alguna vez lo ha tenido, y ahora la Generalitat de Cataluña ordena, comunicado en mano, a los empleados públicos en el área de Sanidad a comunicarse única y exclusivamente en catalán con los pacientes. Y es que circula un texto entre el personal sanitario -del que el portavoz del gobierno se niega a hacer declaraciones- que indica que todos los trabajadores deben expresarse en catalán tanto por teléfono, como por megafonía, en actos públicos protocolarios e incluso entre los propios médicos durante reuniones de trabajo, especialmente cuando hay delante terceras personas, como pacientes y familiares. Y si esto es ya una locura, el drama se convierte en una película de los Hermanos Marx (doblada al catalán por eso de la cuota) cuando a los médicos se les recomienda que en caso de que el paciente no entienda el catalán, el facultativo deberá seguir hablando en catalán aunque observe cierta dificultad de comprensión y en caso contrario utilizar la mímica o los dibujos.
¿Qué será lo próximo? ¿Que el nacionalismo someta a Cataluña a estrictas reglas de decencia y se meta en lo que hacemos en nuestras camas? ¿O tal vez por las mentes del Matrix oficioso circule ya esa vieja idea orwelliana de vigilarnos las veinticuatro horas mediante telepantallas en todas las casas, restaurantes, centros de culto, lugares de trabajo y, por supuesto, en comisarías de Mossos d’Esquadra y Centros sanitarios para comprobar en qué lengua hablamos?
Nada nos podría extrañar. Ya lo dijo Ryszard Kapuscinski, el nacionalismo es algo intrínsecamente malo por dos motivos. Primero por creer que unas personas son, por su pertenencia a un grupo, mejores que otras. Segundo, porque cuando el problema es el otro, la solución implícita de este problema siempre será el otro. Lo peor, empero, es que se cree hasta el tuétano la existencia de unos derechos territoriales y colectivos que casi siempre son incompatibles, cuando no los vulneran, con los derechos individuales. Mucho me temo que el mal llamado oasis, cada día se parece más a un psiquiátrico. Eso sí un frenopático con demasiados culpables.
|