Hace pocos días el ex Secretario General de la Liga Árabe, Amr Moussa, uno de los probables candidatos a convertirse en el primer Presidente elegido por sufragio universal en la República Árabe de Egipto, afirmaba sin ambages en una larga entrevista que el principal problema con el que habría de enfrentarse el gobierno elegido en las urnas sería la lucha contra la pobreza. Añadió –en las páginas del prestigioso diario Asharq Al-Aswat- que ello no sería posible sin antes perseguir con mano dura la corrupción. Ambas cosas –muy certeramente señaladas por Moussa- son males endémicos en el País del Nilo; verdaderos retos para cualquier gobernante que trabaje por el bien común y no en su propio beneficio y el de sus conmilitones.
La verdadera revolución egipcia tendría que empezar por mejorar de manera sustancial las condiciones de vida de la gente, que ve cómo en época de bonanza pasan por el país millones de turistas cada año dejando tras de sí una estela de oro en forma de divisas (la mayoría a cuenta de los visados de inmigración, entradas a los lugares arqueológicos, monumentos etc.; así como las provenientes de los negocios montados alrededor del turismo: excursiones, cruceros, hoteles, tiendas de souvenirs, restaurantes y muchos otros) Esos preciados ingresos han parecido siempre esfumarse con la rapidez que lo hace el fulgor de una bengala y la población, salvo la directamente relacionada con esta industria o los gobernantes, nunca han obtenido beneficio alguno de ellos.
Que el gobierno de Mubarak era corrupto, asentado en una impunidad de 30 años en los que “el amigo Hosni” desempeñó el papel de garante de que las buenas relaciones con Occidente no habrían de modificarse, ofrece pocas dudas. El carácter del “reis”, mucho más moderado y discreto que el de su homólogo libio, Gadafi, le permitió nadar en aguas más o menos tranquilas, en las que los cocodrilos fundamentalistas –representados por los Hermanos Musulmanes y los salafistas- eran mantenidos a raya y los ataques terroristas que tuvieran como objetivo el turismo fueron castigados con condenas durísimas, entre las que figuraba la pena de muerte. Más de tres décadas de férrea dictadura, mejor o peor encubierta, garantizaron el auge de una pequeña burguesía que creció al amparo, sobre todo, de la industria turística, la cual dio un cierto aire de “normalidad estética” al ambiente de determinadas ciudades y emplazamientos cercanos a los centros turísticos, fueran o no arqueológicos. Mubarak y su gobierno supieron que la protección de los centros de interés arqueológico era fundamental y que cuidar a las misiones extranjeras que descubren, restauran e investigan el patrimonio histórico del País de las Dos Tierras resultaba tan esencial como tratar con esmero y deferencia a los que decidían pasar sus vacaciones recorriendo, de Norte a Sur, el curso del majestuoso “río que le da vida”. La llamada “Policía Turística” garantizaba bastante bien la seguridad de las “gallinas de los huevos de oro” –empleando las palabras de un alto funcionario del ministerio del Interior egipcio para referirse a los turistas- frente a posibles ataques terroristas. Hubo pocas brechas en esta eficaz labor de protección; las más notoria, y desgraciada, el ataque a varios autocares de visitantes al templo de Hatshepsut, en la ribera occidental de Luxor, en noviembre de 1997, donde murieron cerca de setenta personas.
Un año después de iniciado el “proceso revolucionario” (las comillas me parecen muy pertinentes porque es posible que la revolución no se iniciara, después de todo, desde las bases populares, sino desde algún sector del propio Poder) la situación de Egipto no se halla en absoluto normalizada. La industria turística, factor clave en la economía, atraviesa un momento crítico. Y ello se debe, más que a una situación real de inseguridad, a la imagen, en parte distorsionada, que ofrecen los medios de comunicación extranjeros de las periódicas revueltas que se producen principalmente en El Cairo, y, más concretamente, en la Plaza Tahrir.
El largo proceso electoral, dividido en tres fases, ha culminado con un resultado algo preocupante. Tres cuartas partes de los asientos del nuevo Parlamento estarán ocupados por diputados islamistas: doscientos treinta y cinco correspondientes a los Hermanos Musulmanes (sector relativamente moderado del islamismo) y ciento veinticinco pertenecientes a Al-Nour (partido ultraconservador de corte salafista) A este Parlamento, formado en total por cuatrocientos noventa y ocho escaños, le corresponderá formar un comité que redacte la nueva Constitución. El margen de maniobra para el resto de los partidos (una amalgama de formaciones liberales, conservadoras y “partidos seculares”) es escasísima y a estas alturas no se sabe si optarán por colaborar en asuntos claves con la mayoría islamista, o bien por movilizar a sus partidarios con protestas y algaradas callejeras.
De acuerdo con el calendario previsto, el próximo 30 de junio tendrá lugar la primera elección democrática de un Presidente, desde que Egipto es una república. Este hecho es en sí mismo muy positivo y alienta una esperanza de renovación democrática. No obstante, se desconoce el papel que adoptará durante este complicado proceso la Junta Militar que gobierna el país desde la caída de Mubarak.
Citando textualmente las palabras de Amr Moussa: “Con el traspaso de poderes del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, el 1 de julio de 2012, a una autoridad nacional elegida libremente, se habrá cumplido uno de los objetivos más importantes de la revolución”
Hay que confiar en que estos propósitos no se desvirtúen y que el documento firmado recientemente en la Universidad de Al-Azahar por el actual Primer Ministro, Kamal Al-Gonzoury, el Patriarca de Alejandría, Shenouda III, el líder de los Hermanos Musulmanes, Mohammed El-Baradei y el propio Moussa, entre otros, lleve a efecto los principios que confirman la voluntad de establecer un sistema verdaderamente democrático a través de proteger la libertad de creencias, la libertad de expresión, la libertad para el desarrollo de la ciencia y de las artes… y que todo ello no quede en una mera declaración de intenciones.
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