Dos sucesos separados por unos pocos días, y que han tenido como protagonista al mar, invitan a reflexionar sobre el carácter misterioso de la naturaleza humana; sobre el arcano de sus resortes, que pueden hacer de una persona un filósofo, un poeta, un filántropo… o justo todo lo contrario: un fundamentalista, un ser pedestre, un especulador de vidas y haciendas… El mar, como digo, ha protagonizado dos tragedias. Una en Italia, donde un buque de lujo encalló por la impericia (presunta) y arrogancia (nada presunta) de un “capitán merluzo”. Una historia que, de no haber perecido más de veinte personas, parecería propia de un guión de una película de Hugo Tognazi; en la que se concitan un buen número de tópicos de la comedia italiana: el crucero de lujo por el Mediterráneo, el capitán play boy… y hasta la misteriosa amante bielorrusa (o de donde sea) La figura del capitán Schettino representa al antihéroe –o, en román paladino, al cobarde- y su actuación cuando las vías de agua se abrían paso por los corredores, salones, camarotes, salas de máquinas y demás estancias del “Costa Concordia”, anegándolo todo, es justo la contraria a la que cabría esperar de un marino que cumpliera con orgullo aquello de que “el capitán debe ser el último en abandonar el barco”. Y es que quizá los aguerridos marinos curtidos en los océanos, del tipo de “Master and Commander”, estén irremediablemente pasados de moda, y sea más fácil imaginar a una especie de “Torrente” (aunque más guapo y con mejores modales), desconocedor de las cartas nauticas, seguidor fiel del piloto automático, embarcado con su “churri” en un chollo de trabajo. Porque hasta los villanos del mar de tiempos pasados (incluso los de ficción, como el capitán Akad) tenían más enjundia que los conductores de macro hoteles flotantes de ahora. ¡Bendita isla de Giglio con su nueva tumba flotante! Una semana después, a unos dos mil Km. al oeste de Giglio, en la coruñesa playa del Orzán, tuvo lugar otra tragedia, más doméstica, en la que el mar de invierno se cobró la vida de cuatro personas: un chico imprudente que en noche de francachela decidió darse un chapuzón en las heladas aguas del Atlántico, y tres policías que acudieron en su auxilio y fueron engullidos por las olas. Murieron estos “en acto de servicio”, un peculiar eufemismo para indicar que hay trabajos (mucho peor pagados que los de ser capitán de un glamoroso yate) en los que arriesgar la propia vida forma parte del contrato. Bomberos, policías, soldados… Hay quien incluiría también a los profesores de enseñanza media; pero no es momento de hacer bromas. Ser capitán de barco o piloto de avión entraña un riesgo; por lo menos mayor que el de ser funcionario del catastro… Y, sin embargo, ¡qué difícil es concebir que alguien se lance al agua o a las llamas sin una enorme dosis de generosidad! La abnegación no es sino la negación del propio “yo”, del egoísmo, y, en este caso, del más elemental instinto de supervivencia. Da rabia, mucha rabia, que con frecuencia la memoria de los cobardes perdure más que la de los héroes. Porque el cobarde normalmente vive para contarlo y siempre habrá quien esté dispuesto a pagar al charlatán de turno – en este caso, al capitán del Costa Concordia- para que explique cómo y por qué acabó siendo evacuado uno de los primeros. Hoy es preciso grabar otros nombres en el recuerdo: Javier López, José Antonio Villamor, Rodrigo Maseda. Héroes a los que la mar abrazó para siempre.
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