1975; el mundo civilizado se conmociona por la inminente ejecución de cinco jóvenes (3 de ETA y 2 del FRAP) que entonces luchan por la libertad y la democracia. Franco morirá matando y en la cama. Los países comienzan a retirar a sus embajadores y Méjico solicita la expulsión de España de Naciones Unidas. Hasta el Papa había pedido al dictador un indulto que no llegó. A falta de un mes y 20 días para su fallecimiento, una Plaza de Oriente atestada vitorea las últimas palabras de Franco en un acto público: Naciones Unidas por unanimidad, los demócratas e intelectuales del mundo, incluso Pablo VI, están conjurados: “todo responde a una conspiración masónica-izquierdista en la clase política, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”.
España se sitúa en el mundo, pero nada de lo que ocurre en él pertenece a España y mucho menos a su clase pólítica. Para entonces, se habían producido importantes transformaciones colectivas. Por vez primera, los problemas de los jóvenes españoles son los de los jóvenes de otros países: han vibrado con el mayo francés, con las calles enlutadas de Praga, con el Che Guevara, con Marcuse, con los Beatles... El hombre ya había pisado la luna; Kubrick estrenado su relativista "2001, una odisea en el espacio" y ABBA estaba a punto de arrasar en Eurovisión con un amor peligroso: “También Napoleón encontró un día su Waterloo”. ¿Qué es lo que pasa ahí fuera? La oposición democrática, es débil y está poco organizada; lleva años cautiva, pero súbitamente la España oficial amanece también frustrada. Nace una nueva conciencia colectiva.
Julio Iglesias y Massiel habían dado el cante, pero lo que esa noche entra en los hogares de una errática España era algo inimaginable; evidenciaba una vanguardia de décadas, una fluidez mágica, una levedad atrayente, una concordia próspera... La vida discurre ahí fuera sin problemas. Los primeros compases de Waterloo taladran la celda espiritual de Occidente, atrofiada y consumida por su fracaso. El gigantesco torno se deja ver traspasando la presa que embalsa la miseria del hombre. Mientras Frida y Agnetha cantan, el país cae en cuenta de su condición; un lastre atávico y desdichado. La España oficial asume por fin no estar a la altura; hay algo mejor ahí fuera, al alcance de la mano, y ni siquiera sabe cómo ni dónde ir a buscarlo. Manolete en los 50, el gol de Marcelino en los 60 y Urtain en los 70 conforman el resto de la grandeza patria.
La Magna Obra no se atreve ni a mirar atrás. Cubre de folclore, toros, coplas y martirios sus vergüenzas. Sólo hay un modo de huir del pasado. La reforma política se irá aprobando bajo una Corona heredera del franquismo. Pero no es que el bunker perdiese efectivos, sino que lo integraban reformistas que ya habían decidido cambiar. No es que Tarancón desafiara a la iglesia, sino que ésta ya había comprendido que no podía seguir apoyando la dictadura, y comienza a hilar su travestismo. Al tiempo, la España prohibida se mostraba muy por encima de sus vergonzantes salvapatrias. La nueva conciencia colectiva se tornará por vez primera conciencia existencial anhelando conciliar el sueño, rehuir el ridículo, no quedar en evidencia. De la noche a la mañana, España buscará renegar tácitamente de un bochorno que lleva 40 años ensalzando.
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