Fue ya en el principio de los tiempos, quiero decir, de nuestros tiempos, el tiempo de cada uno en particular, el tiempo suyo, de usted, y el tiempo mío; fue al principio de nuestro tiempo, decía, cuando comenzábamos a hacer “uso de razón” (¡qué poco hemos avanzado desde entonces, en uso y en razón!), fue en ese tiempo que comenzaron a mentirnos.
Nos mintieron al asegurarnos que los Reyes Magos existían, que cuidaban de todos los niños del mundo, que todos tenían un regalo de la vida, al menos una vez al año. Después, pasado el tiempo, pasado el momento en que nos iniciamos en el “uso de razón”, sobre el que apenas si hemos avanzado, nos mintieron al decir que no, que lo Reyes Magos de Oriente no existían y que no debíamos de albergar vanas esperanzas ni infundir falsas ilusiones a los demás.
Tras algunos pasos nuevos en la vida, nos volvieron a mentir con aquello de que el amor es para siempre y que, por tanto, teníamos todas razones del mundo, y razones de peso, para considerar que nos encontrábamos en el final de nuestra existencia y de toda posibilidad de ser felices, cuando, allá por los diecisiete años cumplidos, descubrimos que ele amor de nuestra vida (el de primaria o el de secundaria, que tanto da) no nos corresponde.
Mas luego nos vinieron con aquello de que todo era una patraña, que no existe el amor eterno y que “nada es para siempre”, como si de una subida de impuestos fraudulenta se tratase. Y también les creímos.
No enseñaron que la política era un asunto de ricos contra pobres, de capitalistas contra trabajadores, de explotadores contra obreros; y que debíamos permanecer unidos ante el enemigo común. Y mintieron de nuevo cuando, al contrario, nos advirtieron que estábamos solos en la vida, metafísicamente solos, y que sólo podíamos confiar en nuestro esfuerzo personal. En nada, en nadie, más. Mintieron al decir que el pobre era culpable y mintieron al afirmar que el culpable era el rico.
Nos volvieron a engañar, contándonos que éramos superiores a las mujeres, o a otras razas; y, después, nos volvieron a engañar diciendo que, en realidad, somos iguales. Y que hay que ser iguales porque sí, aunque signifique invertir los términos de la discriminación. Nos estafaron ofreciéndonos el matrimonio como única opción legítima; y nos volvieron a estafar considerando que el matrimonio es sólo un contrato. Con sus partes contratantes y sus condiciones contractuales.
Nos vendieron, a su vez, lo importantes que eran los reyes, los reyes de verdad, los reyes de tu país, que, se suponía, era también importante. Y ahora nos engañan con que una institución no vale nada, o vale decir, que la tradición no vale nada o, lo que viene a ser lo mismo, vale menos que la opinión de cuatro iluminados que han dado con la solución que no se ha conseguido en la evolución histórica de siglos en España.
Y nos estafaron, nos burlaron con el relato de un Dios que existía, con el cuento de que un Ser al que nadie puede, siquiera, concebir, estaba aburrido y, un buen día, le dio por crear el mundo; y que, además, ese Ser es como nuestro padre, y que nos conoce, a usted y a mí, por nuestro nombre…, y así a los miles de millones de seres humanos que han existido desde que el mundo es mundo (es decir, desde que ese Ser se aburrió), la mayoría de las cuales han pasado, y pasaremos, por la vida de puntillas.
Y nos vuelven a engañar, ahora, con aquello de que Dios no existe, o que “Dios ha muerto”, o cualquier eslogan que uno pueda inventar. Porque, en tiempos de Aristóteles, se construían silogismos y se trataba de razonar e investigar y descubrir las reglas válidas del razonamiento y de la lógica; de la verdad. En cambio, hoy, sólo nos lanzamos eslóganes a la cabeza, para comprobar quién pega más fuerte o, si cabe, para ver quién hace más daño. Es inútil razonar contra un eslogan: es mejor apartar la cabeza.
He aquí que, entonces, todo está permitido, que todo da los mismo, porque vamos rumbo a la nada. Que nada es verdad ni es mentira; y aquella estupidez del color del cristal, que, en cualquier caso, habría que mirar a través de otro cristal.
Y así, “en no nevando”, “en no habiendo Dios”, sin un Ser que nos cuide y sin una esperanza, vagamos por el mundo en busca de culpables a los que achacar nuestras desdichas: codiciosos empresarios, pérfidos banqueros; padres permisivos, padres demasiados duros; educación demasiado rígida y tradicional, educación demasiado liberal; o que todos los hombres son iguales, o que todas las mujeres son unas brujas; o que vivimos en un país de estúpidos… y los estúpidos son, siempre, los demás.
De esta manera, llega uno, como Dante, “a la mitad de la carrera de nuestra vida”. Y cae en la cuenta de que los Reyes Magos existen mientras alguien tenga una esperanza y una ilusión, de que el amor es inmensamente valioso, independientemente de su duración, de que nos dejamos enfrentar contra los demás, cuando, en nuestro fuero interno, sabemos que nuestro interés real está en colaborar, de que el matrimonio es, como decía Julio Verne, “uno de los más grandes logros del espíritu humano”, de que todos deberíamos ser iguales, sí, igual de libres, de que la tradición no es irrenunciable, pero que ha llegado hasta aquí por alguna razón.
Y, por fin, cae uno en la cuenta de que hay dioses y verdades, que hay valores y certezas que no son únicos, pero que son los mismos para todos. Y cae uno en la cuenta de que se ha dejado engañar, de que, a los cuarenta, aun no sabe nada, de que debería haber hablado más, mucho más, con sus padres y sus abuelos, cuando aún no era tarde, de que, al final, no siempre fue culpa suya el fracaso de sus relaciones.
Algunos se dejaron engañar por el tener; pero otros cayeron en la trampa del ser. No importa, en realidad, el tener (ya se ocupan de recordárnoslo, mientras nos incitan a comprarlo todo), ni tampoco importa el ser, si es que “ser” significa algo.
Importa el hacer, importa ir a alguna parte en el camino, a poder ser acompañado, pero solo, si ha de ser solo. Porque, solos o acompañados, nuestra dignidad reside en que sostengamos las riendas. Aunque el caballo corra enloquecido. Y nunca, nunca, abandonar la montura.
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