La patética y perversa guerra del Chaco, una disputa más fluvial e interpetrolera que territorial o nacional, supo sintetizar y consensuar lo mejor de la literatura de Paraguay y Bolivia, confirmando que no hay mal que por bien no venga.
Fue aquella una guerra tan inicua, que mientras se desarrollaba benefició a todo el mundo menos a los beligerantes.
Como una vertiente mas de una conflagración surrealista, la victoria militar no redituó beneficio alguno al vencedor, y fueron los desairados quienes mas provecho capitalizaron con su derrota, dado que ésta abrió las puertas al nacionalismo revolucionario.
El gran narrador boliviano Augusto Céspedes, decidido a ser sujeto y no objeto de la historia, rehusó conformarse con enfrentar solo con la pluma a Patiño y al imperialismo minero.
En 1941 se candidató impulsado por los mineros explotados por Patiño, bajo gobierno de Peñaranda, y aunque perdió las elecciones, insistió en 1944 logrando acceder a la diputación.
En 1951, apoyó al Nacionalismo Revolucionario que ganó los comicios con Víctor Paz Estenssoro como candidato.
Fue cuando superado política e ideológicamente por la historia, el presidente boliviano Mamerto Urriolagoitia tuvo la genial y original idea de no reconocer el resultado.
La reaccion quebró lanzas contra las fuerzas novedosas que como tantas otras veces, fueron interpretadas como sospechosas.
El presidente se lavó las manos entregando el poder a militares de tan pocas luces como para permanecer leales al imperialismo minero y al establishment.
Los hechos que siguieron demostraron que para hacer algo semejante, Mamerto vivía en un termo.
La indignación fue tan grande que hasta un general de policía hecho y derecho como Antonio Seleme, en lugar de reprimir decidió sublevarse, y la misma idea tuvieron los pundonorosos carabineros.
Siguiendo la corriente se sumaron los seguidores de Siles Suazo y el dirigente minero Juan Lechin Oquendo, así como algunos militares mejor enterados de lo que pasaba como el general Torres Ortiz.
Parecía que con la aparición en escena de los excombatientes de la guerra del Chaco el pleito estaba definido, pero faltaba más.
Fue entonces que se produjo la llegada de los mineros de las minas más próximas con sus cargas de dinamita a cuestas, reforzados por obreros salidos de sus villas de emergencia.
Fue el gran momento de la historia boliviana, logrando acrisolar un nacionalismo revolucionario, tan aislado y único como premonitorio.
El 21 de julio de 1952 en Bolivia se implantó el voto universal, y los analfabetos pudieron votar tres décadas antes que en Perú o Brasil. Faltaba una década para la revolución cubana cuando Paz Estenssoro y Lechin decretaron la nacionalización de las minas bolivianas.
Como había sucedido en la revolución mexicana, se incorporó el indigenismo al debate sociopolítico hegemónico, hecho que abriría espacio a corrientes que mas tarde alcanzarían el poder.
Pero también como en otros casos, la atomización y la corrupción terminaron desgastando al nacionalismo revolucionario boliviano, hasta que debilitado, fue expulsado por un golpe militar inspirado y financiado por sus enemigos.
Le sucedieron militares al servicio de la CIA, hoy recordados por masacrar mineros en San Juan, y ejecutar al Che Guevara en La Higuera.
Pareció ser un final cargado de humor negro sin lugar para la esperanza, como la narración "El pozo", pero no.
Sin reparar en moralejas, la historia de Bolivia siguió pasando sus páginas, escritas con sangre de mestizos en hojas de estaño como los cuentos del Chueco.
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